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Epigmenio Ibarra | |
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06 agosto 2010 eibarra@milenio.com | |
Miedo y fundamentalismo van siempre de la mano, ya sea en la religión o en la política; miedo a la condena de las almas, al castigo eterno, al infierno o a quienes creen en otro dios o aun creyendo en el mismo lo miran de manera distinta en el caso de la fe. Al enemigo interno o externo depende del momento histórico, que amenaza con despojarnos de nuestra libertad y nuestro patrimonio, al que intenta destruir nuestra patria y atenta contra nuestra forma de vida en el caso de la política. El miedo, explotado desde el poder o por aquellos enfrascados en la lucha por el mismo, es siempre una herramienta poderosa y rentable, la más efectiva de las armas; produce votos de los inseguros que buscan en la “mano dura” la ilusoria solución a los problemas, inhibe la participación de aquellos que podrían inclinar la balanza en otra dirección, viste con el sambenito de los pecadores y herejes a los opositores, permite —en tanto despierta los más primitivos instintos en el ser humano— la construcción de consensos inauditos y despiadados, prostituye, corroe, corrompe a los seres humanos y por supuesto a lo que es —o debería ser— uno de los más acabados productos de la civilización: la democracia. Es precisamente el miedo (la omnipresencia, la necesidad de Moby Dick diría Carlos Fuentes) el que, a lo largo de su historia, han usado las élites en Norteamérica como instrumento esencial para garantizar la gobernabilidad; pastores religiosos, altos funcionarios, gobernantes demócratas o republicanos, da lo mismo, se dedican a atizar el fuego, a prevenir a los estadounidenses contra las amenazas que sobre ellos se ciernen. Miedo han tenido o tienen los estadunidenses a los negros insurrectos, a los anarcosindicalistas, a los mafiosos italianos, a los nazis, a los japoneses, a los comunistas de afuera y de adentro, a los terroristas islámicos, a los migrantes ilegales que, sin más armas que su voluntad de encontrar una vida digna que en sus países se les niega y su derecho al trabajo, cruzan desde el sur la frontera. Miedo a los bandoleros primero y luego a los narcos latinoamericanos (toda una leyenda se ha hecho en Hollywood en torno a ellos) y claro, a los sanguinarios capos mexicanos que, hoy por hoy, constituyen según muchos la más severa amenaza contra la seguridad interna de los Estados Unidos. Es el miedo, ese miedo cerval a “los otros”, los que tienen la piel de otro color, o profesan otra fe, o se visten de otra manera, o viven en otra cuadra incluso del mismo barrio o a los pandilleros o a los locos que, siempre, andan sueltos o a todo aquel que se mira, se siente, se considera extraño lo que hace que en casi todos los hogares de Estados Unidos haya armas y que cualquiera pueda comprar, sin más requisito que su licencia de conducir, desde una pistola hasta un rifle automático de asalto. Y fue el miedo —elevado a la categoría del arte y potenciado por la humillación, la frustración, el desempleo y la crisis económica— el que llevó a millones de alemanes, sí, a los descendientes de Bethoveen, de Hegel y de Kant, en la década de los 30, a votar, para convertirlo en canciller, por un oscuro cabo austriaco, Adolfo Hitler, que nunca prometió otra cosa más que la destrucción y la guerra y luego volvió a votar por él para volverlo dictador y despeñarse en un conflicto que costó más de 55 millones de vidas. “Asegurar, ampliar el espacio vital para la comunidad del pueblo alemán” prometió Hitler a aquellos que se sentían despojados de todo, hasta de la honra y amenazados por múltiples enemigos. Para cumplir esa promesa y construir un Reich de mil años, predicaban Hitler, Himmler y su ministro de propaganda, Goebbels, a los alemanes, había que eliminar “razas” enteras; judíos, gitanos, eslavos y también por supuesto opositores políticos internos, comunistas, socialdemócratas y claro, por qué no y de una vez, homosexuales, enfermos, todos aquellos considerados “indignos”. El miedo anula la razón; convierte la diferencia en amenaza; apela siempre a la uniformidad, borra las líneas, los rasgos que distinguen a una persona de otra y los vuelve a todos, no puede haber excepciones, no se toleran las excepciones, masa; masa enceguecida de creyentes, de cruzados, de asesinos. Es el del miedo el discurso de la complicidad, embozada ésta en el llamado a la “defensa de la patria”, a la “unidad nacional”, cuando en estricto sentido se trata sólo de unidad en torno a un líder, a un proyecto político, a una “raza”, a una ideología que se considera la única válida, la única posible. Y el miedo, y peor en nuestros días, no solamente es fácil de inocular, sino que, además, es extraordinariamente virulento y contagioso. Tenemos, todos, predisposición genética y cultural para contraer esa perniciosa enfermedad y hay muchos líderes políticos y religiosos que, impunemente, pulsan esas oscuras fibras. Por esta nuestra tierra, creo yo, ronda ya ese espectro; ha sido irresponsablemente invocado. Y de eso escribiré, aquí mismo, la próxima semana. http://elcancerberodeulises.blogspot.com www.twitter.com/epigmenioibarra |
Testimoniar el día a día en todos los ámbitos de la vida nacional de México y el mundo ...
viernes, 6 de agosto de 2010
El poder del miedo (primera parte)
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