sábado, 10 de julio de 2010

La avenida Madero

Por Ramón López Velarde



Plateros... San Francisco... Madero... Nombres varios para el caudal único, para el pulso único de la ciudad. No hay una de las veinticuatro horas en que la Avenida no conozca mi pisada. Le soy adicto, a sabiendas de su carácter utilitario, porque racionalmente no podemos separarla de las engañosas cortesanas que la fatigan en carretela, abatiendo, con los tobillos cruzados, la virtud de los comerciantes del Bajío, accidentalmente en esta por exigencias de el Fiel Contraste, La Fantasía o El Ancla de Oro. Loemos la eficacia de estas carretelas que, evocadas por el nostálgico traficante de tabacos, rebozos o piloncillo, son un bálsamo para las contribuciones subidas, los pagarés y los saqueos. No quiero hablar del caso en que los tobillos arrogantes, admirados de buena fe por el Jockey Club, La Esmeralda o Mercaderes, hayan menoscabado la salud de Celaya o de León. El triste señor Aranda o Anaya o Almanza comprendería entonces, al regresar con sus carras de mercancías, la justicia en que abundaba Platón al decir que el primero de los bienes es la felicidad corporal.

Tratándose de entusiasmos cívicos, cuando vine a México a radicarme, yo tenía ya la ropa tendida a secas. Por ello he sido un observador suficiente de las congestiones políticas, menos cuando en la banqueta del Cine Palacio, al consumarse el Cuartelazo, me robaron mi reloj unos energúmenos que vitoreaban a la Ciudadela. Mis sentimientos antimilitaristas alcanzaron la forma del rencor de bolsillo con aquella sustracción, que no he podido reparar, no ya con un reloj de pulsera, de geometría arbitraria, de los que ama Rebolledo, pero ni con un inesperado Ingersol.

En un café situado frente a San Felipe conocí al autor de Lascas. Al soberano citareda que, como observaba Rafael López, días atrás, versificaba gloriosamente cuando aun regia la canalla. Estuvo magnifico, grandilocuente e insolente. Nos recitó, entre otras obras suyas, un romance a Cleopatra, de tal calidad que parecía desprenderse de la boca misma de Apolo. Nadie me ha deslumbrado, en su trato personal, como aquel hombre.

Recuerdo la tempestad que se alzó en la Cámara de Diputados con la declaración de un orador de que la Avenida era el vicio ambulante. No flota en ella, ciertamente, olor a santidad; pero tampoco escasean los honestos vehículos. Acuden matrimonios en que él y ella son minas fisiológicas, mas sin ninguna sospecha civil ni canónica. Acuden familias de riqueza intempestiva y de indumentaria chillante, más sin portillo moral. Acuden los vestigios de nuestra llamada aristocracia, fieramente colonial y erizada de ayunos y de abstinencias. Acudes tarde por tarde, vara de nardos, tú, lucero de la Avenida, dueña de landau, de patronímicos rancios y de tedio crónico.



Acudes a la angostura del paseo a demandar inútilmente de los cordones de lechuguinos un estímulo vital. Te sabes de memoria todos los tramos (Gante-Bolivar... Motolinía -Isabel la Católica...) sin que te consuele la mímica de Fradiávolo y sin que te rejuvenezca la ñoñez de Fifí.

Estas muchachitas, que para atravesar de una a otra acera se cogen de la mana y construyen así la tímida cadena (a la una, a las dos, a las tres), temen a los automóviles fundadamente. Manuel Othón juzgaba que los automóviles andan en calcetines. Además, estas muchachitas que ensayan a la una, a las dos, a las tres, apretando en el puno la medalla de María Auxiliadora, carecen del sentido de la circulación porque sus pies y sus ojos conservan la beatitud de las celebraciones caseras en el terruño, cuando las cuitadas, en un foro deleznable, eran las heroínas del cuadro plástico, y encarnaban a las Siete Virtudes, con estrellas de latón en la frente, y corona de lentejuelas patéticas, y túnicas de éter, mientras que la precaria escena tornábase multicolora por la profusión de bengalas inverosímiles. A mí no me es lícito reírme de las doncellitas que se precaven del tráfico, porque allá, en tiempos, suspire a hurtadillas por alguna humildad y mojé la almohada en vasallaje a María de Lourdes Valdés, quiero decir, ala Paciencia. Ahora, ¡Dios mío!, "ya no hay princesa que esperar"...

En cambio, existe derecho, existe obligación de divertirse con los cocheros a quienes se les dispara la librea. Automedontes trogloditas que nuestros hombres de pro exhiben, para lustre del dudoso blasón, con sombrero hereditario, escarapela incoherente, casaca de rana y calzón celeste. Si el sitio de Troya se repitiese, probablemente no vendría Aquiles a buscar entre nosotros auriga de pelo de alambre.

He comprendido a las sociedades protectoras de animales al asistir a la tragedia de los caballos que, en las fechas lluviosas, azotan contra el barro.

Desde la esquina del Salón Rojo he sentido renacer una salvaje piedad en favor de las explotadas bestias que pugnan por incorporarse, y más aún, en favor de los caídos y decaídos corceles que hacen el muerto y, sin brizna de amor propio, abandónanse al látigo de la negra fortuna. Exactamente como un padre pobre que se ha reproducido dieciocho veces. Conocí a un demente que me despertaba a deshora para repetirme: ''Plateros fue una calle luego una rue, y hoy es una street".



No creo lo último.

Pero me inquieta el porvenir al pensar en los letreros en inglés de la A venida y en el templo protestante que la flanquea.

Pegaso vuela sobre la Avenida.

Sobre el hormiguero, sobre el espejismo de lujo, sobre los trenes del placer, sobre el azoro forastero, mécese Pegaso.

Mas, si no lo ayudáis un poco, azotará, alicaído, como cualquier caballejo de coche de sitio.


*Obras-México- Fondo de Cultura Económica 1979

Fuente: Boletín Fisemaneando

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