Por Daniela Pastrana, enviada especial
El mensaje lo dejaron jóvenes congregados en esta línea fronteriza el 12 de junio. Cinco días antes, el lunes 7, en este mismo lugar, un agente de la policía de Estados Unidos disparó contra Sergio Adrián Hernández, un adolescente mexicano de 15 años que le arrojaba piedras, y lo mató.
El asesinato, grabado en un teléfono celular de una persona que cruzaba a pie el contiguo Puente de Santa Fe, ha sido la puntilla para la sociedad juarense, castigada por la violencia sexista y del narcotráfico y por la recesión que golpea su economía de frontera.
"Hay una indignación unánime, no sólo porque era menor de edad, sino por la saña y el exceso de fuerza", dijo a IPS el especialista en temas migratorios Rodolfo Rubio, del Colegio de la Frontera Norte.
La historia de Ciudad Juárez está marcada por su condición de frontera con Estados Unidos. Cuando el territorio de Texas fue anexado por ese país, a mediados del siglo XIX, el centro de la villa quedó dividido por el entonces caudaloso Río Bravo, hoy una línea de agua con una doble cerca del lado estadounidense.
De un lado, Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua. Del otro, El Paso, en Texas.
Hace tres décadas, en el mismo sitio donde están las pintadas que piden justicia para Sergio, los juarenses cruzaban el río varias veces al día en llantas de camiones para ver a sus familiares en El Paso.
Los estudios poblacionales señalan que 75 por ciento de los habitantes de El Paso son mexicanos o de origen mexicano. Para Rubio, el límite Juárez-El Paso es el más poroso de las ciudades fronterizas del norte.
Pero las relaciones entre las dos urbes cambiaron "sustancialmente" a partir de la política de seguridad que adoptó Washington tras los ataques terroristas de septiembre de 2001, aseguró el investigador.
"Se han dividido las relaciones sociales y comerciales", dijo.
César Fuentes, especialista en desarrollo binacional, explicó que un "primer impacto negativo" de esta política fue el aumento de los tiempos de traslado para cruzar la frontera, que hacen que la gente "vaya menos veces (a El Paso) y se quede más tiempo".
Además, la violencia del lado mexicano aportó un inesperado impulso económico a El Paso. Su Cámara de Comercio Hispana (EPHCC, por sus siglas en inglés) reporta que más de 200 empresas mexicanas abrieron sus puertas en esa ciudad en 2009, un alza de 40 por ciento respecto del año anterior.
"Ha crecido el sector de servicios, sobre todo el de restaurantes. Y también el inmobiliario", dijo Fuentes.
Los contrastes son brutales.
Desde 1993, casi 800 mujeres de Juárez fueron víctimas de asesinatos acompañados de torturas y violaciones. Y la ola de violencia derivada de la guerra federal contra los carteles del narcotráfico dejó 5.400 muertos en tres años.
El Paso, con unos 600.000 habitantes, es la segunda ciudad más segura de Estados Unidos, después de Honolulu, capital del estado polinesio de Hawai.
En los primeros seis meses de este año, Juárez sumó más de 1.800 asesinatos, y El Paso uno.
Juárez, con una población de 1,2 millones de personas, vive una profunda pauperización por el cierre de las maquilas, ensambladoras de productos de exportación que se benefician de exenciones fiscales. En dos años, 2008 y 2009, se perdieron 300.000 puestos de trabajo.
Pese a la recesión que empezó en 2008 en Estados Unidos, El Paso mantuvo el crecimiento económico, según la Oficina del Censo de ese país.
Además de la inmigración juarense, otro factor que impulsó su economía es la expansión multimillonaria de Fort Bliss, una base militar asentada a 30 kilómetros, a la que se transfirieron miles de soldados y que sirvió en la última década de sitio de concentración de tropas enviadas a Iraq y Afganistán.
"El fuerte dinamiza la economía local, pero no hay una relación en términos sociales, que es lo que tenía Juárez", explicó Fuentes.
El río casi seco entre las dos urbes hermanas es, cada vez más, una división entre ricos y pobres: quienes tienen poder adquisitivo huyen a El Paso, los que no, se quedan en Juárez o regresan a sus estados de origen.
"Es un éxodo", definió Rubio.
En esa dinámica, fue abatido Sergio Hernández. Su cuerpo quedó tendido junto a un pilar del ferroviario Puente Negro, en territorio mexicano y a menos de 20 metros de donde disparó el agente fronterizo, cuyo nombre se guarda el gobierno estadounidense.
La dureza con los inmigrantes se siente en toda la frontera binacional.
El 31 de mayo, Anastasio Hernández Rojas falleció luego de tres días con muerte cerebral provocada por golpes y descargas eléctricas que le propinaron policías de Estados Unidos en el cruce de San Ysidro, entre la sureña ciudad estadounidense de San Diego y la mexicana Tijuana.
Hernández Rojas, de 42 años, iba a ser deportado a su país, luego de casi tres décadas viviendo en San Diego. Tenía cinco hijos nacidos allí con quien fue su esposa durante 21 años.
La difusión de otro vídeo, que captó sus súplicas de auxilio cuando era castigado, escandalizó a la sociedad mexicana, que demanda al gobierno del conservador Felipe Calderón una posición más enérgica ante Washington.
"Hay un patrón recurrente de violación de las autoridades de Estados Unidos hacia los migrantes, que se ha recrudecido en los últimos años, a partir de septiembre de 2001 y ahora, más claramente, a raíz de la ley de Arizona", dijo Rubio.
La ley SB1070, promulgada el 23 de abril por el estado de Arizona, autoriza a los policías locales a detener a cualquier persona de la que tengan una "sospecha razonable" sobre su estatus migratorio.
La cantidad de mexicanos heridos o asesinados por patrullas fronterizas se multiplica: fueron cinco en 2008, 12 en 2009 y 17 en lo que va de 2010.
El sábado 12, una treintena de jóvenes juarenses pintaron los muros del Puente Negro, cantaron y encendieron velas.
"Unos chavos se brincaron del lado norteamericano (estadounidense), ahí estaba una patrulla y los retaron", contó a IPS la joven Alma, del colectivo de artistas callejeros Zyrko Nómada de Kombate, que estuvo en la manifestación.
"Luego llegaron los federales (mexicanos), se quedaron arriba y dijeron que nos iban a cuidar, que sólo no tiráramos piedras", relató. Hasta ese día la sangre de Sergio manchaba el asfalto.
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