Miguel Ángel Granados Chapa
Carlos Monsiváis, escritorio.
MÉXICO, D.F., 28 de junio.- Detesto el género periodístico que en la pretensión de evocar a un personaje echa por delante la primera persona: “Conocí a Fulano….”, como si ese dato fuera relevante. Detesto ese género pero hoy, excepcionalmente, voy a practicarlo. Y repetiré el ejercicio la próxima semana.
Vi por primera vez a Carlos Monsiváis en la entonces Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional en 1960 o 1961. Formaba parte de una breve brigada informativa que acudía a solicitar apoyo a los ferrocarrileros y maestros en huelga. Sobresalía en el grupo, por su estatura, Martín Reyes Vayssade que, a diferencia de Monsiváis, recorrería en su vida estaciones variadas como ser vocero de la firma Ingenieros Civiles Asociados o subsecretario de Cultura en la SEP.
Supe que Monsiváis era Monsiváis porque eran ya conocidas sus colaboraciones en publicaciones de la UNAM y en México en la cultura, el suplemento que dirigía Fernando Benítez en el diario Novedades, que estaba a disposición de los estudiantes en la Biblioteca Central. Lo supe también quizá porque entre los estudiantes de izquierda en esa escuela, que eran los más, Monsiváis era motivo de discordia. Sabría después que la causa era su expulsión o su renuncia al Partido Comunista, en una de tantas purgas con que se depuraba. Algunos lo veían con recelo y otros con simpatía, según su propia posición frente al PC, que estaba aún lejos de su apertura.
En las primeras redacciones que habité –la revista Mañana y el semanario Crucero– se hablaba de Monsiváis con curiosidad, respeto y aun admiración. Compré en 1966 o 67 su Autobiografía precoz, publicada por Emmanuel Carballo en Empresas Editoriales, que también dio a la estampa las breves vidas de Vicente Leñero, Gustavo Sáinz, Juan García Ponce y Raúl Navarrete, que murió pronto. A partir de aquella lectura su presencia me pareció próxima, pero no fue sino hasta 1968 cuando cruzamos algunas frases en la redacción de Excélsior, antes o después de que conversara con el director Julio Scherer sobre la publicación de desplegados de la Asamblea de Intelectuales y Artistas que él promovía.
Poco después, en 1969 o 1970, se incorporó a las páginas editoriales de ese diario. Nos vimos a partir de entonces con regularidad, aunque no tanta como estaba previsto. Tenía su lugar en el espacio principal de la página siete, los sábados, de modo que debía entregar los viernes a la hora del crepúsculo. Rara vez cumplía el horario. Se retrasaba a sabiendas que la entrega tardía no iba a impedir la aceptación de su texto. Era en extremo autocrítico, no inseguro sino exigente consigo mismo. Más de una vez luchamos físicamente por la posesión del original que ya me había entregado y se arrepentía de haberlo hecho porque no le satisfacía. Otras veces parecía mentir, pues anunciaba que estaba ya en el Metro y que en veinte minutos tendríamos su texto. Y podría ser que no llegara, no por irresponsabilidad sino porque en el vagón cavilaba sobre la calidad de su escritura y prefería el silencio que una comunicación a su juicio maltrecha.
Venía a veces, convocado ex profeso o no, al mediodía, y salíamos a comer él, Miguel López Azuara, tan responsable como yo mismo del manejo de las páginas editoriales y en cuya personalidad rivalizaban la inteligencia y la simpatía, y el que escribe. A veces nos acompañaban otros colaboradores de la sección, todos los cuales, aun Ricardo Garibay que poseía un ego robusto, invariablemente daban –dábamos– un lugar eminente a Carlos, que hablaba más que comía dada su parquedad gastronómica. Mientras los comensales hacían lo propio, él se daba vuelo al desplegar sus mordacidades y sarcasmos que no impedían la generación de ideas brillantes en que su mente era pródiga.
Un día Carlos y yo aceptamos cenar en la Fonda del Refugio con Fausto Zapata, encargado de la información en la presidencia de Echeverría. Trataba de modificar o atemperar el criterio con que expresábamos opiniones en nuestros artículos. No lo consiguió ni siquiera cuando, buscando encontrar un flanco débil, convocaba a Carlos, y de paso a otros, a la sala de exhibición que la Presidencia tenía cerca de Los Pinos (en un recinto llamado según creo La Tapatía). Allí vimos películas como el Caso Mattei. Pero ni así mudaba sus pareceres Monsiváis. Años después se quejaría falsamente al lamentar que alguien le hubiera hecho fama de incorruptible, porque nadie se atrevía a corromperlo.
Los años de nuestros encuentros en Excélsior coincidieron con los iniciales del Ateneo de Angangueo, una tertulia periodística organizada por Iván Restrepo, Manuel Buendía y Monsiváis, que se reunía los miércoles en la casa del primero, en la calle de Amatlán, en la ahora atestada colonia Condesa. También allí era eminente su presencia, no obstante que alternaba con personas como el propio Buendía, Francisco Martínez de la Vega, Alejandro Gómez Arias. Acudían, sin necesidad de ser invitadas –o sea que eran miembros de número– Margo Su, que hacía de anfitriona, y Elena Poniatowska. Una vez estuvo presente Ángeles Mastretta, que comenzaba su relación con Héctor Aguilar Camín, convidado a algunas de las reuniones y que nos invitó a la fiesta inaugural de Nexos, en el rancho Los Barandales de la familia Moreno Toscano. En esa revista mensual el sitial reservado a Monsiváis correspondía a su creciente autoridad.
En mayo de 1975 Jean Meyer organizó en la Universidad de Perpignan, su tierra natal, un seminario sobre México, con invitados procedentes del DF y mexicanos radicados en Francia, así como especialistas franceses. Salvo la puesta en escena de Nostalgia de la Muerte, de Villaurrutia, por Marta Verduzco, recuerdo más los viajes con Monsiváis que las ponencias de aquella reunión académica. Marta Isabel, la madre de mis hijos (que obviamente lo son también suyos) y yo nos encontramos en la estación de Austerlitz con Enrique Florescano y Alejandra Moreno (a quienes yo apenas conocía) que gozaban de la compañía de Monsiváis. La disfrutamos todos durante ocho horas, y al cabo de la reunión, el privilegio fue sólo para Marta Isabel y yo. No sé si coincidimos o Monsiváis como hoja al viento, como persona libre que era, encontró interesante nuestro propósito, el hecho es que resolvió viajar, como nosotros teníamos planeado, a Barcelona.
México y España no tenían relaciones diplomáticas entonces, y se requería visa para entrar en el país aún dominado por Franco. Los tres la recabamos en el consulado español en Perpignan y a bordo de un pequeño autobús cruzamos los Pirineos. En la frontera subió a bordo un guardia civil a quien no costó trabajo identificar a los mexicanos sospechosos que intentaban ingresar a España por la puerta de atrás. A Marta Isabel la dejaron en paz pero señalándonos con el dedo (usted… y usted) los guardias nos hicieron bajar a Monsiváis y a mí, únicamente entre todo el pasaje. Revisaron nuestras maletas en busca de bombas quizá o al menos de nitroglicerina para fabricarlas o, de perdida, de propaganda subversiva. En el regazo de Marta Isabel había quedado el programa común de los partidos socialista y comunista franceses (que tendría éxito seis años después, al ser elegido Miterrand), de manera que no tuvimos más problema que el susto que nos hizo padecer la corporación policiaca del franquismo.
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