Jorge Carrasco Araizaga
MÉXICO, D.F., 7 de mayo (apro).- Los jefes militares andan inquietos. Molestos. Y están muy activos en hacerlo sentir. En semanas recientes, se han dedicado a filtrar en la prensa su rechazo a la reforma de la Ley de Seguridad Nacional, en una clara crítica a lo acordado por el Senado de la República.
La molestia no sólo es en contra de los partidos políticos que aprobaron la reforma prácticamente por unanimidad, el pasado 27 de abril. En un rápido movimiento, la cúpula castrense logró pararla en la Cámara de Diputados en el entendido de que es mejor como están; es decir, sin limitaciones políticas para su despliegue por todo el país.
Del enojo castrense no se salva su comandante en jefe, Felipe Calderón, cuyo operador político, el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, participó en todo momento en las negociaciones de la reforma, que incluso se llegó a considerar “histórica”.
Tratándose de un asunto que tiene que ver con el futuro de los principales aliados de Calderón, Gómez Mont no podrá decir esta vez que actuó a espaldas de su jefe, como salió a decir cuando quedó al descubierto el pacto del PRI y el PAN para aprobar la Ley de Ingresos de la Federación a cambio de que los panistas renunciaran a las alianzas con el PRD en los comicios electorales de este año.
El PAN traicionó ese acuerdo, como ahora Calderón quedó mal parado ante los militares, quienes hace tres años y medio se plegaron a su decisión política de utilizarlos como ariete en su combate a narcotraficantes, que no al narcotráfico.
El costo para los militares es inocultable: bajas en muertos y heridos, desgaste intenso del de por sí obsoleto equipo, presupuesto restringido y, peor todavía, el deterioro de su imagen y relación con la sociedad por las violaciones a los derechos humanos cometidas por militares, entre las que destaca el asesinato de civiles ajenos a la delincuencia organizada.
De ahí su activismo para hacer sentir su molestia. Las críticas no sólo son al PRI y al PRD, que modificaron el proyecto de ley elaborado por el Ejército, sino al partido de Calderón y a su negociador de Bucareli.
El ambicioso proyecto de reforma entregada al Ejecutivo federal para que se le diera trámite legislativo tuvo un destino muy distinto al que querían el secretario de la Defensa Nacional y sus colaboradores cercanos.
Lo acordado prácticamente por todos los partidos en el Senado no dejó conforme a nadie: ni a los propios militares que buscan ejercer funciones exclusivas de la autoridad civil –como la de decidir cuándo está en peligro la seguridad interior y tener injerencia en las averiguaciones previas– ni a quienes plantean un mayor control del Ejército.
Es más, ni a los oficiales del Ejército, pues son los primeros en ser responsabilizados, junto a la tropa, en los casos de muertes de civiles. Los mandos se lavan las manos a pesar de ser quienes dan las órdenes.
La reforma aprobada soslayó el tema de la seguridad interior y se limitó a legitimar las tareas de las Fuerzas Armadas en la coyuntura en que las metió Calderón.
Salvó, en cambio, una de las principales preocupaciones de los militares: no ser sometidos a juicio a futuro por las graves violaciones a los derechos humanos que están cometiendo.
Además, la cúpula castrense logró aplazar la reforma al Código de Justicia Militar para sacar de la esfera castrense los casos en los que hay civiles involucrados, en un abierto incumplimiento a la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de noviembre pasado.
Los militares buscan impunidad y Calderón se las quiere garantizar, pero también buscan una mayor injerencia en las políticas públicas de seguridad. Y ahí Calderón, por lo menos, los está dejando actuar, que deliberen a través de la prensa.
La reforma del Senado no satisfizo a los militares, no porque los senadores impusieran verdaderos contrapesos del poder civil, sino porque no les dieron todo cuanto piden.
La verdadera reforma de las Fuerzas Armadas ni siquiera está a discusión: la adaptación del Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina a un sistema democrático en el que los militares están sometidos al control civil y a la rendición de cuentas.
Esa revisión pasa también por la transparencia y la reestructuración interna, lo cual implica la reforma de las leyes orgánicas de los cuerpos armados.
Pero los militares mexicanos están muy lejos de eso. Peor aún, quieren más poder de decisión y, si no, dicen, que ni los toquen, que los dejen como están.
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