En sus versos habitan todas las voces de México, todas las voces de la América Nuestra, y estallan en él los ecos. Pacheco, fabulador del tiempo, escribe desde el amor y la fe hacia el poder de la palabra. En su obra de décadas convergen todas las formas de la poesía, desde el epigrama y el haikú hasta el extenso poema que lleva el acento de todas las humanas pasiones, la violencia, la tragedia, la fugacidad, el amor, el roce, la maravilla de decir y decirnos la vida.
Testigo del siglo XX, centuria conmovida de guerras y de hambres, el poeta carga con el dolor del mundo, con las abiertas heridas de la violencia y se adueña de la palabra que comparte, para contar y contarnos las derrotas. Camina entre los muertos sabiéndose uno más de ellos, una voz entre las voces, un grito que se levanta y emerge de las cenizas.
“La única antorcha recibida / iluminó el entierro de sus muertos. / Desplazamientos / que por mil noches terminaron en humo. / Crujir de huesos, / rumor de casas incendiadas. / ¿A quién le debo / haber estado a salvo / mirando todo / desde otra orilla? / Gran aventura / es la guerra como espectáculo, / a menos / de que uno lleve como pecado original esta culpa”.
(Jardín de niños, poema 6)
Ese antiguo México, sabio y adolorido, maltratado por los fuegos invasores, por la imposición de otros dioses, vive bajo las cruces, vibra en volcanes, baila en los pasos, suda en la siembra, habita el presente y dice desde antes y desde siempre, el abrazo del mundo.
“Vendrá de lo alto el gran cortejo de lava. / El aire inerte se cubrirá de ceniza. / El mar de fuego lavará la ignominia, / se hará llama la tierra y lumbre el polvo. / Entre la roca brotará una planta. / Cuando florezca volverá la vida / a lo que convertimos en desierto de muerte”.
(Malpaís, fragmento)
Habitada de sus gentes y sus muertos la tierra recrea los llantos, se alimenta de las risas niñas y del fragor de las buenas humedades. Amante madre y amante esposa llora el desconsuelo y se alegra de los imprescindibles tiempos que serán. El poeta es poeta en la dimensión que otorga la palabra, y la suya cubre el papel de reverdecidos anhelos, de fuegos capaces de incendiar las entrañas y extender a lo alto, a lo hondo, una esperanza.
“Mira a los pobres de este mundo. Admira / su infinita paciencia. / Con qué maestría han rodeado todo. / Con cuánta fuerza miden el despejo. / Con qué certeza / saben que estás perdido: / tarde o temprano / ellos en masa heredarán la tierra”.
No hay tiempo sin memoria y viceversa. José Emilio Pacheco, fabulador del tiempo y de la humana divinidad que nos habita, abre rendijas, se asoma y nos asombra, con sus versos, con su palabra que sabe de volcanes y de truenos. Huele a tierra llovida, sabe a maíz la siembra, y la poesía tan poco inocente, se abre entre la tierra y sus gentes.
“Todo lo que has perdido, me dijeron, es tuyo. / Y ninguna memoria recordaba que es cierto./ Todo lo que destruyes, afirmaron, te hiere. / Traza una cicatriz que no lava el olvido. / Todo lo que has amado, sentenciaron, ha muerto. / No quedó ni la sombra, se acabó para siempre. / Todo lo que creíste, repitieron, es falso. / Se hundieron las palabras con que empezó tu tiempo. / Todo lo que has perdido, concluyeron, es tuyo. / Y una luz fugitiva anegará el silencio”.
(Luz y silencio)
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