GUILLERMO PRIETO
(1818-1897)
Ha pasado la época a que nosotros por ironía llamamos “invierno”, que propiamente no es más que el sueño rápido de la eterna primavera, para aparecer con el prestigio de nuevos encantos. Ha pasado riendo con la careta en la mano, con las señales de su vida corta y crapulosa el carnaval; y la austera Cuaresma ejerce su menoscabado imperio en las pocas almas timoratas y religiosas de este siglo eminentemente pecador.
Los vendedores, que con su grito son el termómetro que marca estaciones, han dejado de pregonar entre las sombras de la noche la castaña asada, en los parajes públicos; la extensa lumbrada ya no se enciende en las esquinas frente al cacahuete y al coco fresco.
Es un viernes, en algunas esquinas se improvisa un pensil de flores naturales, el chícharo aromático, la mosqueta, la amapola, la espuela de caballero rodean a la rolliza florera que forma ramos, para ofrecerlos al público por módicas sumas.
Ya es un niño que le compra y acompaña el ramo a una vela ruin para la Virgen de su escuela, en la que aún se conservan las costumbres de antaño, ya la mujer de la plebe que tiene su altar, y lo adorna con flores en su humildísima pocilga; ya la rumbosa cocinera, que orna el canasto de su recaudo de vigilia. Entretanto, multitud de carbones pueblan las calles, se oye pregonar en voz de tiple el cuscú, las verdolagas, el ahuautle, las ranas; y por la garita de San Cosme entran multitud de asnos pacíficos cargados con berza, compitiendo el vendedor en su grito, con el que proclama el bagre y el pescado blanco.
Atraviesan las calles en todas direcciones estos pregoneros errantes; la afluencia de arrieros a la capital es notable; ya los conductores de los efectos de tierra adentro, ya los indios de los alrededores, ya los alcaldes de un pueblo que con la más pacifica de las embajadas viene en busca de cera y de arreos de hoja de lata pertenecientes a la Edad Media, para convertirse en verdugos de Jesucristo.
En esta época de agitación, cuando el espíritu mercantil, la gastronomía o la devoción, ponen en movimiento los ánimos, cuando comienzan a sentirse los calores, y aun no hay esperanza que los temple la benigna lluvia; un día como por comunicación telegráfica aparecen en las esquinas los puestos de chía.
Dos enormes huacales son el armazón de este mostrador portátil, se revisten de alfalfa o de trébol; se adornan en su parte exterior de amapola, de chícharo, de campánulas y mosqueta, matices varios, con exquisito tacto y hermosura; corona esta especie de mostrador otra cenefa de rosas y demás flores vistosísimas y frescas: el frente del puesto está perpetuamente regado, y como excitando al sediento a clamar sus ansias. Sobre el puesto hay una especie de aparador en que sigue la categoría y fortuna de las relaciones de su dueño; se ostentan, ya colosales vasos de cristal abrillantado con aguas de colores, que azules, escarlatas, naranjadas y verdes, relucen con el sol, y le dan un aspecto peculiar a la negociación: hay también jícaras encarnadas y lustrosas, hijas del sur de México, con su maque terso y durable, y sus labores de plata curiosísimas.
Lo restante de la negociación está oculto a las miradas profanas: es la olla matriz con agua de azúcar, otra con agua de limón, piña, tamarindo, y sobre todo, la horchata de pepita y la chía, "engordando" en un lugar predilecto.
El alma de este singular conjunto, es la chiera, fresca, morena, de ojos negros, de andar resuelto, enagua con puntas, zapatos con mancuerna, y en todo respirando actividad e inteligencia, ordena a su criada que prepare en el metate adjunto la pepita, envía a su esposo por los artículos que necesita; forma una especie de pabellón con su rebozo al recién nacido pimpollo detrás del puesto; adquiere relaciones con el vinatero y los cargadores. Los de la vecindad la señalan, los muchachos la auxilian el primer día de su instalación, y ya todo arreglado, tose, ve en su derredor y grita con un acento que le es propio: "chía, horchata, agua de limón, tamarindo" .
Acércase un sediento; prepara una jícara, lava sus manos, vacía un tanto de agua azucarada, y la mezcla con la chía o con la espumante horchata, para brindarla a su marchante: así pasa su vida monótona riñiendo con los deudores, afable con los transeúntes, vivaracha y retozona con sus vecinos.
* Guillermo Prieto-Obras completas III. Memorias de mis tiempos. Conaculta 1992
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