Todas las ceremonias que se efectúan en la actualidad durante la Semana Santa, cumplíanse de la misma manera en las épocas anteriores, y por tanto trataré en el presente artículo solamente de aquellos actos religiosos que hayan venido a establecer con el tiempo notables diferencias o que hayan desaparecido de nuestras costumbres.
El Martes Santo había procesión por la tarde, que salía de la capilla de Tepito, y recorría las calles conduciendo, entre otras imágenes, un Santo Cristo. Dos circunstancias hacían notable la tal procesión: una era la grande extensión de la carrera y otra la práctica seguida por los indios, cuyos hábitos nunca desdicen de su carácter pertinaz y la cual consistía en detenerse delante del Palacio Nacional y en poner de frente el Santo Cristo al balcón principal, a pesar de tener este sus puertas cerradas.
Hacíase esto porque en tiempos de la dominación española, los virreyes, desde el expresado balcón, puestos de rodillas, rendían su adoración a la imagen del Crucificado.
El Colegio de San Ildefonso cumplía en este día con el precepto anual, también en el Sagrario.
El Miércoles Santo, último día de los cinco en que la Catedral celebraba, como hoy, la rara y misteriosa ceremonia de La Seña, tenía efecto el oficio llamado de tinieblas que se distinguía por su carácter particular; principalmente en los conventos de religiosos. Esta melancólica ceremonia que en tal día precede a las fastuosas del Jueves Santo, efectuábase a oscuras para representar, según algunos, las densas tinieblas que envolvían a la tierra en los momentos en que el Hombre-Dios pronunció en la cruz sus ultimas palabras: Consummatum est.
En Santo Domingo, en San Francisco y en los demás conventos de religiosos, el solemne canto de éstos, al pronunciar los salmos, daba a la ceremonia el carácter triste y melancólico que correspondía a las escenas de que se hacía memoria. La extinción de las seis luces del altar mayor, al entonarse el Benedictus, denotaba la muerte de los profetas que anunciaron la pasión del Señor; así como la extinción sucesiva de las catorce velas amarillentas del tenebrario, por la mano negra de Judas, representaba el desvío de los apóstoles, uno por uno, del lado de su divino maestro, así como el de las dos Marías, en tanto que la vela blanca que coronaba el tenebrario, de forma triangular en representación de la Santísima Trinidad, no se apagaba para denotar la fe constante de la Virgen María, y, al mismo tiempo, para representar; como dice el vizconde Walsh, al Salvador; luz del mundo, que se eclipsa por algunos instantes detrás de las sombras de la tumba.
Al ocultarse el cirio encendido detrás del altar, el templo quedaba enteramente sumergido en las tinieblas y se escuchaba el cántico lúgubre del Miserere, concluido el cual, un gran estrépito conmovía todo el ámbito del templo, significando el trastorno de la naturaleza y la conmoción de la tierra en los momentos de expirar el Salvador del mundo, ruido aquel producido por los golpes que en los bancos daban con los libros, tanto los religiosos como los fieles asistentes a la ceremonia.
Introducíanse algunas veces en el templo individuos de esos que nada respetan, provistos de clavos y martillo, y a favor de la oscuridad y del estruendo producido, clavaban en el entablado los vestidos de las señoras.
Jueves Santo por la mañana. El movimiento inusitado que se observaba en la ciudad era el indició evidente del gran día en que la cristiandad conmemora la institución del augusto sacramento de la eucaristía. La magnificencia desplegada en los templos durante las ceremonias, como una tregua al dolor por la pasión de Jesucristo, era igual a la manifestada hoy en los santuarios que han quedado en pie respetados por la Reforma. En tal día, desde muy temprano veíanse andar con precipitación, por las calles de la ciudad, a los barriletes (aprendices de sastre) y a las costurerillas, llevando aquellos, al brazo, trajes flamantes de paño y casimir; y cargando estas enormes cajas de cartón con lujosos vestidos de señora. Por aquí encontrábase al aprendiz de zapatero, con algunos pares de botines de charol pendientes de las manos, y por allí al aprendiz de sombrerero que conducía cuidadosamente uno o dos sombreros altos de seda, cuyas cintas sujetaban por una esquina cuadritos de papel en los que estaban escritos los nombres de las personas a quienes eran aquéllos remitidos, no faltando en el Portal de Mercaderes los del brazo fuerte, o sean vendedores de repelos (sombreros renovados), llamados aquéllos así por llevar sobre el brazo cuatro o más sombreros superpuestos en forma de columna.
* García Cubas-El Libro de mis recuerdos- Edit. Patria 1950
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