La brevedad es un bien apreciado en la literatura. Se valora, para advertir los méritos de un verso, la métrica, por ejemplo. Existen también conteos silábicos en el terreno del haikú, figura japonesa que trajo a México José Juan Tablada y de tal popularidad en el siglo XX que había concursos sancionados por Octavio Paz a finales de los años 80. Greguerías aparecen también a menudo y, cómo no, aforismos, cuya diferencia notable con las máximas y las sentencias es básicamente la brevedad.
Estas características permiten aun licencias en acentuación para lograr un verso alejandrino, digamos; pero esa flexibilidad desaparece en una herramienta del presente, con extentida aceptación y gran penetración, en la que poco importa el contenido, sólo hay que cuidar, sin derecho de pataleo, el número de caracteres: 140. Ni uno más. La brevedad de antiguas figuras literarias vuelve en forma de moderno medio de comunicación, de difusor de ideas, de propagador de verdades y mentiras, de plataforma de campañas, de espacio de diálogo y de difamación. Da, pues, para todo: se llama Twitter.
Umberto Eco ha escrito que la historia es rica en aforismos y un poco menos rica en paradojas. “El arte del aforismo es fácil (y son aforismos también los refranes, como madre sólo hay una), mientras que el arte de la paradoja es difícil (…) El aforismo expresa de una manera brillante un lugar común”. A partir de esta reflexión, el autor medievalista lanza severas críticas a uno de los máximos exponentes de esta figura de la brevedad.
“Si consideramos los innumerables aforismos que Oscar Wilde ha diseminado en sus obras, deberíamos admitir que estamos ante un autor fatuo, un dandi que no distingue entre aforismo y paradoja. Es más, tiene el valor de hacer pasar por aforismos agudos afirmaciones que, por debajo de la agudeza, se revelan como desdichados lugares comunes, o, por lo menos, lugares comunes para la burguesía y la aristocracia victorianas”, sentencia el autor de El nombre de la rosa.
En este “experimento” a propósito de la obra de Wilde, Eco abre otro flanco sobre los textos breves: la finalidad. El novelista considera que ningún aforismo debería proponerse ni la utilidad, ni la verdad, ni la moralidad, sino sólo la belleza, la elegancia del estilo. Y consta en la biografía del propio creador de El retrato de Dorian Grey que, asediado en el juicio londinense, de forma alguna defiende sus dichos como verdades, sabedor de ser, como dice Eco, “un satírico y crítico de las costumbres de la época”.
En el Twitter, en cambio, cabe todo contenido y todo estilo, aun el terrible hecho de escribir una oración con abreviaturas, siglas y acrónimos, útiles en la tarea de la edición periodística, por ejemplo, pero desconcertante en una comunicación fluida entre dos usuarios de este nuevo vehículo de comunicación. Porque, claro está, no abundan los Wilde y los Eco entre los usuarios, e incluso el espacio firmado por Gabriel García Márquez es tan decepcionante en frases como una novela nueva de Carlos Fuentes.
Es una herramienta que, entre otras facetas, también puede servir, de forma adicional, al bien escribir, alegarán los defensores del Twitter, sin ser esa su principal cara, como sí ocurre con las figuras literarias antes evocadas. Y tienen razón. A ojos cerrados, por eso, se puede apostar que a la mayoría de seguidores y seguidos (como se les conoce) de ese universo, identificado con un pajarillo azul, poco o nada le importa un aforismo, una paradoja, una greguería, un alejandrino o un haikú.
Sí hay que reconocer, por supuesto, una interesante variante entre lo que ahí se difunde: hay quienes dedican el espacio para lanzar frases célebres, a veces identificando al autor original, a veces no, pero que son un respiro ante otros que acuden al peculiar medio cibernético para lanzar campañas de desprestigio y notas voladas (hay un caso crítico, el del veterano reportero que ya renunció dos veces a Gómez Mont, inventó decenas de muertos en una plaza tamaulipeca y vendió el periódico Reforma al grupo español Planeta, por citar tres ejemplos) o para pontificar desde sus púlpitos virtuales. Hablando de periodismo, el Twitter, como el Facebook, es una red social que da la posibilidad de adjuntar links para que el lector abra información, debidamente acreditada, de todo medio que posea un portal. Y eso también es una revolución del oficio.
Oscar Wilde, Nietzsche, Tablada, Stanislaw Lec, Pitigrilli, Hipócrates y aun Confucio serían ahora unos auténticos tweetstars, que son quienes tienen multitudes de followers o seguidores, y sus temas estarían entre los trending topics (las palabras claves más empleadas), pero con la gracia de la forma y el contenido artísticos, con el objetivo, logrado o no, de la enseñanza y también de la ponencia, o del simple placer de la estética. Su problema sería, eso sí, superar a la cantante Lady Gaga, a la actriz Anahí o a mis amigos y colegas Carolina Rocha, Jairo Calixto Albarrán, Marco Gonsen y Julio Hernández López, expertos en la materia.
acvilleda@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario