EL UNIVERSAL
Los partes oficiales atribuyen la cosecha de cadáveres a pleitos entre pandillas de malosos. No nos afecta, es entre ellos, adelante, síganse matando. De pronto una foto le da vuelta a la tortilla.
El lunes a las cinco de la mañana una señora ve que de un coche arrojan un cuerpo. Llama a la policía y encuentran muerto un joven sin documentos, con las manos atadas a la espalda, hinchado y amoratado por golpes en la cara. Su madre lo identifica como José Humberto Márquez Compeán, de 26 años. Es el mismo que 14 horas antes un fotógrafo de la agencia AP captó sin un rasguño y caminando cuando era llevado por policías de Santa Catarina, Nuevo León, a un helicóptero de la Secretaría de Marina.
Ya no es la víctima de una banda rival. Fue asesinado por policías o marinos que se echan la bolita. Tiene nombre y domicilio y era inocente porque para dejar de serlo se necesita demostrar culpa. Pero aunque fuera culpable, aunque lo hubieran sorprendido en flagrante delito, no se justifica su muerte en manos de quienes no se rigen por intereses o pasiones de delincuentes sino cumplen la obligación, se supone, de respetar y hacer respetar la ley. El caso es alarmante: un paso más, ahora demostrado por la foto, de un desquiciamiento de todos los conceptos de la ley frente al crimen. Y uno se pregunta cuántos no tuvieron quien los fotografiara la víspera, antes de ser subidos al helicóptero y tirados en calles o descampados.
Nadie espera el castigo de sus asesinos legales. Tampoco de quienes dispararon y lanzaron una granada contra dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey, envueltos en una nube de humo intencional para diluir la responsabilidad y proteger a los asesinos. Todo esto ocurre cuando funcionarios del más alto nivel del gobierno de Washington llegan a México en medio de gran alharaca para abundar en lugares comunes, reiterar viejas frases sobre cooperación y ayuda mutua y acabar con el crimen organizado. Responsabilidad compartida, dijo la secretaría de Estado. La fábula del elefante que comparte cobija con el ratón. Seis horas que cambiaron al mundo, diría John Reed, y retorno a casa.
No es todo. Al día siguiente un discurso sorpresivo, inesperado y súbito del presidente Felipe Calderón al terminar una comida con constructores de viviendas: “No nos vamos a dejar dominar por una bola de maleantes que son una ridícula minoría”. Si así nos tienen como nos tienen, qué sería si no fuera ridícula y minoría. “A través de la persecución y el hostigamiento…. Que se les hostigue hasta que entiendan…”. La repetición del verbo hostigar es acertada porque es sinónimo de molestar (lo único que se ha intentado) aunque la ridícula minoría no acusa los efectos de la molestia. Ni las moscas se sacude.
Es como “si un día llegas en la noche, después de trabajar y le dices a tu esposa: mi vida, sabes que aquí, en la cochera, dejé entrar a dos muchachos muy simpáticos. Van a bolear zapatos, no se van a meter con nadie. Ahí me van a dar un porcentajito de las boleadas y no hay problema. Y a los ocho días llegas cansadísimo, te quieres echar un sándwich del refri y ya ves al cuate abriendo el refri. Comiéndose tu sándwich. Híjole, qué le digo. No, mejor no. Ya ves que trae su cuerno de chivo ahí. Al rato te lo encuentras en la tina echando burbujas, en fin. Hasta que te los encuentras en la recámara y vienes a decir: oye, el cuate se está poniendo mi traje y ve tú a saber qué otra cosa. Entonces, la verdad es que mejor no los hubiera dejado entrar”, dijo don Felipe a los comensales boquiabiertos para que entendieran lo que nos pasa.
Así se fue la semana tristemente memorable. No entrará a la historia por la reunión binacional, ni por discursos pedagógicos adaptados por Walt Disney a nuestra capacidad mental. Tal vez sí por una fotografía. La que guardará la señora Márquez con la cara todavía intacta de su hijo, la que le fue tomada al joven cuando se preguntaba a dónde lo llevarían. La que puede convertirse en documento simbólico, representativo de una época de México en que tampoco sabemos a dónde nos llevan.
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