sábado, 16 de enero de 2010

Haití: es necesario torcer la mala suerte


Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada

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Estadunidenses se manifiestan en Wall Street en favor de HaitíFoto Reuters

Tras la dictadura de los Duvalier (1957-1986), Haití, el país mas empobrecido de América Latina, daba un giro de 180 grados a su historia reciente. La lucha por la democracia impedía perpetuarse en el poder a la saga familiar. El hijo pródigo de Papa Doc, François Duvalier, Jean Claude, apodado Baby Doc, veía frustrada su intención de ser presidente vitalicio. Dos años después de coronarse debía abandonar Haití rumbo a Francia en 1987.

Las luchas democráticas lograban un éxito sin precedentes. Los años de ocupación norteamericana (1915-1934) dejaron un triste legado. La Guardia de Haití, y un cuerpo de élite, los tonton macoutes. Era el tiempo de enfrentarse a ellos. El regreso de exiliados, trabajadores cualificados, profesionales e intelectuales, transformaba la cara de un país asolado por el hambre, el terror y la miseria. El miedo a los tonton macoutes se perdía lentamente. Afloraba la ilusión, había que torcer la suerte. Tras un intento de restauración totalitaria, que da la victoria a Leslie Manigat en 1988, las fuerzas democráticas conseguirán un triunfo histórico dos años mas tarde. El 16 de diciembre de 1990, ganará las presidenciales el padre Jean Bertrand Aristide, sacerdote con un carisma sin parangón, militante de la Teología de la Liberación. Su triunfo era un proyecto de dignidad democrática. El pueblo haitiano nunca ha sido invitado a sentarse en la mesa, ha permanecido años debajo de ella, es necesario que se levante, se siente y participe. Solos somos débiles, juntos somos fuertes, muy juntos somos una avalancha sentenciaría.

Poco duraría su deseo. A menos de un año, sufrirá un golpe de Estado. La instauración de un gobierno civil de facto deja en el poder al hombre fuerte de los militares, el general Raoul Cedras. El retorno de Aristide deberá esperar. Los acuerdos firmados en julio de 1993, durante la administración Clinton, levantaron expectativas, pero fueron la sentencia de muerte de la experiencia democratizadora. Sus puntos quedaron en papel mojado. Poco se hizo para cumplirlos. Entre ellos destacaban: a) el nombramiento de un nuevo primer ministro; b) la amnistía política; c) la separación entre el ejército y la policía, y d) la llegada Haití de una misión civil de la ONU para cooperar en la profesionalización del ejército. Amén de la dimisión de Cedras y la entrega del poder al presidente Aristide el 30 de octubre de 1993.

Un proceso de militarización y recomposición de los tonton macoutes inaugura un periodo de represión. El asesinato de Antoine Izmery, empresario amigo de Aristide, y Guy Malary, ministro de Justicia del gobierno constitucional, el 11 de septiembre de 1993, dan al traste con las opciones de recomponer el proyecto democrático. Al unísono, emerge un informe médico apoyando la tesis de una enfermedad mental que aqueja al presidente Aristide. Las agencias de prensa, las televisoras y los medios de comunicación se harán eco del mismo. Será el pretexto para incumplir los tratados. El terror se impondría bajo una nueva organización paramilitar, el Front pour l’Avance et le Progres d’Haiti (FRAPH).

Desde ese año nunca dejarán de estar presentes los cascos azules. Bajo un pretendido control y como parte de una misión democratizadora, se mantienen hasta estos días. En 2004 se da otra vuelta de tuerca. Se aprueba el ingreso de más de 7 mil cascos azules y 2 mil policías. Se trataba de estabilizar el país. La soberanía está secuestrada. Baste señalar que el jefe de la policía, Mamadou Moutanga, es de nacionalidad guineana.

Hoy, el terremoto destapa los límites del capitalismo global, donde los únicos beneficiarios son las empresas trasnacionales y de maquila. Mismas que se llenarán los bolsillos en los proyectos de reconstrucción. Mientras tanto, las cifras son obscenas. El 20 por ciento más rico concentra casi 50 por ciento de las riquezas y el 10 por ciento más pobre sólo accede al 0,7 por ciento de las mismas. Asimismo, 40 por ciento del producto interno bruto proviene de las remesas de los inmigrantes y 47 por ciento de la población adulta es analfabeta.

El terremoto, es un duro golpe de la naturaleza que se une a las adversidades políticas de un pueblo que no ha dejado de luchar por la democracia. Sin embargo, hay que perseverar. Haití se merece un futuro mejor. Mas temprano que tarde esa avalancha democrática que fue Lavalas no será una utopía. Pero ahora toca arrimar el hombro y cooperar. Es obligatorio torcer la suerte de una nación que se merece un futuro mejor y que su pueblo lo busca con ahínco.

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