No cabe sostener que dejar de exhibir el crucifijo sea un ataque a los derechos individuales de nadie
Foto: LEONARD BEARD
Esta vez no ha sido el Gobierno el que recibe las andanadas de la jerarquía católica. Ahora, el Vaticano, secundado por Silvio Berlusconi, arremete contra el siempre moderado Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) de Estrasburgo: prohibir la exhibición del crucifijo en las aulas de titularidad pública va contra la libertad religiosa. Curioso entendimiento de la sentencia del 3 de noviembre pasado, en cuya virtud se reconoce a Solie Lautsi, una italiana de origen finés, su derecho a no tener que aceptar la visión de dicho símbolo en la escuela pública a la que sus hijos asistían.
El TEDH se ha basado tanto en la legislación emanada del Consejo de Europa –Convenio de Derechos Humanos (1950) y protocolo adicional (1952)– como en la propia legislación italiana, que, superando arcaísmos poco explicables, dejó en 1985 de considerar la religión católica como la oficial del Estado, al modificar los Pactos de Letrán (1925). El cambio normativo transalpino fue ratificado en su día por el Tribunal Constitucional italiano. Lo lógico era, pues, que las señales de identidad de la religión católica –y, por ende, de cualquier otra religión– abandonaran los locales de titularidad pública. Sin embargo, como gato panza arriba, la combinación entre el pensamiento oficial dominante y el Vaticano había echado por tierra, hasta ahora, las pretensiones de los que aspiran a vivir, también en Italia, en un Estado laico.
Pese a una primera reacción inicial, desde luego furibunda por parte del Gobierno del Roma, el Vaticano, con muchos quinquenios de experiencia, parece haber optado por una estrategia más suave, pero no por ello menos decidida. Algo así como la reacción de los sectores más conservadores en España ante las películas Camino y Ágora: frente a la primera, hubo lamentos sin cuento, y desdén ante la segunda.
Sin embargo, la sentencia del TEDH, lógica para quien conozca la línea argumental de la Corte de Estrasburgo, no parece que vaya a ser objeto de revisión ni siquiera vía recurso y, en mi opinión, tiene su viabilidad asegurada; otra cosa será su grado de cumplimiento efectivo en cada estado miembro del Consejo de Europa donde se suscite idéntica cuestión.
No cabe sostener que dejar de exhibir el crucifijo –así como otros símbolos abiertamente religiosos– en centros como las escuelas de titularidad pública o sostenidas con fondos públicos sea un ataque a los derechos individuales de nadie; sí lo es, en cambio, y como señala la sentencia, imponer su existencia a quienes o no profesan la religión que simboliza el crucifijo o ideológicamente son contrarios a su exhibición tal y como se hace.
Para la jerarquía de la Iglesia católica, no parece que haya pasado el tiempo. Han transcurrido 17 siglos desde que Constantino declaró el cristianismo única religión del Imperio romano. Durante la mayor parte de los últimos 20 siglos, la Iglesia católica ha sido el único miembro del G-1. Ese poderío político prácticamente absoluto sobre las almas no podía sino menguar: tanto por la multiplicidad de religiones, como por la irrupción de las corrientes racionalistas. Desde el Renacimiento, Dios dejó de ser el centro del mundo, pasando a serlo el hombre, tanto filosófica como científicamente, aunque Galileo, valga la expresión, aún tuvo que comulgar con ruedas de molino. El cambio de paradigma intelectual ha comportado un progresivo desplazamiento de la religión de lo público a lo privado, sin que por ello, al menos en Occidente, ningún creyente de ninguna religión sea ni perseguido ni discriminado por nadie por su fe o por sus prácticas.
Al contrario, persisten, como los crucifijos, ciertas pautas legales o de hábito en nuestra sociedad que discriminan a quienes o no son católicos o profesan otros credos o ninguno. Todavía, nuestra ley procesal penal habla de clérigos de los cultos disidentes, los cargos públicos juran o prometen –la disyuntiva es lo censurable–, la princesa Letizia, divorciada, tuvo que superar unos cursillos de cristiandad, cuando la Constitución nada dice respecto de la religión de los titulares de la Corona, sus sucesores o sus cónyuges, o el funeral de Estado por las víctimas del 11-M fue exclusivamente católico –y no un ejemplo de ecumenismo– cuando entre las víctimas había obviamente ciudadanos de otros ritos.
Pasado el anacrónico y antidemocrático nacional-catolicismo, a cuya profusión a sangre y fuego no fue ajena la jerarquía católica, esta no puede seguir reclamando los privilegios de los que se valió para ejercer un poder temporal que, por definición, al no ser reino de este mundo, le es ajeno.
Bueno sería que los ordinarios y prelados, que claman por una inexistente persecución y postergamiento, se dediquen al fomento de actividades tan socialmente enriquecedoras como las que, por sólo citar algunos ejemplos, encarnan monseñor Romero o Ignacio Ellacuría o, sin llegar al martirio, Hans Küng o sor Genoveva, dedicados a cometidos tan dispares pero tan imprescindibles para el buen funcionamiento de nuestras comunidades, religiosas o no.
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