La vida intelectual de México estaba dominada por la pintura.
Estos pintores de México cubrían la ciudad con historia y geografía, con incursiones civiles, con polémicas ferruginosas. En cierta cima excelsa estaba situado José Clemente Orozco, titán manco y esmirriado, especie de Goya de su fantasmagórica patria. Muchas veces conversé con él. Su persona parece carecer de la violencia que tuvo su obra. Tenía una suavidad de alfarero que ha perdido la mano en el torno y que con la mano restante se siente obligado a continuar creando universos. Sus soldados y soldaderas, sus campesinos fusilados por mayorales, sus sarcófagos con terribles crucificados, son lo más inmortal de nuestra pintura americana y quedaran como la rebelión de nuestra crueldad.
Diego Rivera había ya trabajado tanto por esos años y se había peleado tanto con todos, que ya el pintor gigantón pertenecía a la fábula. Al mirarlo, me parecía extraño no descubrirle colas con escamas, o patas con pezuñas.
Siempre fue invencionero Diego Rivera. Antes de la Primera Guerra Mundial había publicado Ilya Ehremburg en París, un libro sobre sus hazañas y mixtificaciones: Vida y amenazas de Julio Jurenito.
Treinta años después, Diego Rivera seguía siendo gran maestro de la pintura y de la fabulación. Aconsejaba comer carne humana como dieta higiénica y de grandes gourmets. Daba recetas para cocinar gente de todas las edades. Otras veces se empeñaba en teorizar sobre el amor lesbiano sosteniendo que esta relación era la única normal, según lo probaban los vestigios históricos más remotos encontrados en excavaciones que él mismo había dirigido.
A veces me conversaba por horas moviendo sus vapotudos ojos indios y me daba a conocer su origen judío. Otras veces, olvidando la conversación anterior, me juraba que el era el padre del general Rommel, pero que esta confidencia debía quedar muy en secreto porque su revelación podría tener serias consecuencias internacionales.
Su tono de persuasión extraordinario y su calmosa manera de dar los detalles más ínfimos e inesperados de sus mentiras, hacían de él un charlatán maravilloso, cuyo encanto nadie que lo conoció puede olvidar jamás.
David Alfaro Sequeiros estaba entonces en la cárcel. Alguien lo había embarcado en una incursión armada a la casa de Trotski. Lo conocí en la prisión, pero, en verdad, también fuera de ella, porque salíamos con el comandante Pérez Rulfo, jefe de la cárcel, y nos íbamos a tomar unas copas por allí, en donde no se nos viera demasiado. Ya tarde, en la noche, volvíamos y yo despedía con un abrazo a David que quedaba detrás de sus rejas.
En uno de esos regresos de Siqueiros de la calle a la cárcel, conocí a su hermano, una extrañísima persona llamada Jesús Siqueiros. La palabra solapado, pero en el buen sentido, es la que se aproxima a describirlo. Se deslizaba por las paredes sin hacer ruido ni movimiento alguno. De repente lo advertías detrás de ti o a tu lado. Hablaba muy pocas veces y, cuando lo hacía, era apenas un murmullo. Lo que no era obstáculo para que en un pequeño maletín que llevaba consigo, también silenciosamente, transportara cuarenta o cincuenta pistolas. Una vez me tocó abrir; distraídamente, el maletín, y descubrí con estupor aquel arsenal de cachas negras, nacaradas y plateadas.
Todo para nada, porque Jesús Siqueiros era tan pacífico como lo era turbulento su hermano David. Tenia también Jesús dotes de gran artista o actor; una especie de mimo. Sin mover el cuerpo ni las manos, sin emitir un solo sonido, dejando actuar solo su rostro que cambiaba de líneas a voluntad, expresaba a lo vivo, como máscaras sucesivas, el terror; la angustia, la alegría, la ternura. Aquel pálido rostro de fantasma lo acompañaba por entre su laberinto vital de donde emergía, de cuando en cuando, cargado de pistolas que nunca utilizó.
Estos volcánicos pintores mantenían a raya la atención pública. A veces sostenían tremendas polémicas. En una de ellas, agotados los argumentos, Diego Rivera y Siqueiros sacaron grandes pistolas y dispararon casi al mismo tiempo, pero contra las alas de los ángeles de yeso del techo del teatro. Cuando las pesadas plumas de yeso comenzaron a caer sobre las cabezas de los espectadores, estos fueron abandonando el teatro y aquella discusión terminó con un fuerte olor a pólvora y una sala vacía.
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