Han pasado 15 años desde la privatización del sector ferrocarrilero en la que sólo se asignaron concesiones para el transporte de mercancías en las principales rutas que cubren el país
Las prioridades en ese proceso de desincorporación obligaron a la desaparición del servicio de transportación masiva de personas. El gobierno procedió, entonces, a liquidar un servicio que en ese momento resultaba económicamente inviable porque sólo se beneficiaba a 260,000 personas por año, una cifra muy lejana a los más de 30 millones de mexicanos que, hasta la década de los 60, llegaron a beneficiarse por este servicio.
Fue en esa década, sin embargo, cuando también se agudizó el abandono de todo esfuerzo y política pública para impulsar este sector. México avanzó a contracorriente de lo que sucedía en economías desarrolladas de Europa y siguió la ruta marcada por EU de un tímido apoyo al sector.
Quienes viajaban en tren, en su mayoría, eran los mexicanos de las zonas más alejadas del territorio nacional, habitantes de poblaciones en donde las carreteras jamás han llegado; pequeños comerciantes, agricultores y ganaderos que intercambiaban sus productos y que no tenían acceso a los vehículos automotores que, a partir de la década de los 30, comenzaron a dirigir el transporte a nivel nacional. También eran estudiantes que recorrían el país de forma económica y segura para acudir a las grandes ciudades a cursar carreras universitarias.
El tren de pasajeros, en ese momento, desapareció en medio de una justificación económica: el Estado no podía seguir transfiriendo recursos a un servicio que pocos utilizaban y cuyo costo resultaba excesivo. Se privilegió, entonces, la construcción de carreteras para evitar las transferencias de recursos públicos. Sin embargo, muchas autopistas de cuotas concesionadas han sido rescatadas una y otra vez para garantizar el beneficio de las poblaciones y salvar a sus accionistas. También se apoyó incondicionalmente la aviación comercial y los rescates con fondos públicos no se hicieron esperar bajo el argumento de que éste, el transporte, es un sector estratégico para el país.
Con la misma premisa desde las élites políticas es que se ha subsidiado históricamente el precio de los combustibles que compran los autotransportistas para, supuestamente, ofrecer un servicio de carga y de pasajeros, “económico”. El Estado mexicano ha malgastado miles de millones de dólares en las última décadas en subsidios, rescates y pérdidas operativas por impulsar proyectos de transporte fracasados que, a la fecha, no han hecho más competitiva a nuestras industrias ni mejorado la calidad y precio de los servicios de transportes a los consumidores.
Ahora el mundo enfrenta nuevos retos que México puede aprovechar. El cambio climático y la crisis económica reciente están cambiando la ecuación del transporte y países como China, Francia y España –desde hace varias décadas– han privilegiado el desarrollo de infraestructura ferroviaria. Aún más, el gobierno de Barack Obama acaba de dar un verdadero golpe de timón –por encima de los intereses del sector automotriz– al anunciar la construcción del primer tren bala con inversiones por más de 8,000 mdd con la apuesta de convertirlo hacia el año 2017 en un detonante de empleo, competitividad y divisas para ese país, pero sobre todo para reducir la presión ante el cambio climático derivada de la sustitución de combustibles poco eficientes y caros.
En México, sin embargo, ni el Plan Nacional de Desarrollo, ni la Estrategia Nacional de Energía –que este viernes 26 de febrero enviará el presidente Felipe Calderón al Congreso– contempla al transporte de pasajeros por ferrocarril como una opción para mejorar la comunicación en nuestro vasto territorio y reducir el uso de combustibles contaminantes.
Es cierto que el regreso a los trenes de pasajeros exigiría de grandes inversiones del Estado y de capitales privados, de un marco jurídico claro y de una política que impulse la sustitución de medios de transportes ineficientes controlados por grupos políticos y de poder fáctico, pero, sobre todo, exigiría visión de largo plazo y valor político para apostar por mayores competencias y eficiencias en el transporte que exige el futuro.
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