domingo, 12 de junio de 2011

El Himno – Obra de Teatro

Batalla de la Angostura
El Himno – Obra de Teatro


Acto I


Guadalupe González del Pino y Villalpando, Antonio López de Santa Anna, conservadores, soldados, clérigos, léperos, mozos, cargadores, etc.


[Entra Guadalupe.]


Guadalupe:


Buenas noches tengan sus mercedes. Me llamo Guadalupe González del Pino y Villalpando. Y, han de saber, soy responsable en gran parte de la creación del actual himno nacional mexicano. Y es que yo fui la que forcé a mi Pancho, Francisco González Bocanegra, a escribirlo. Ya lo verán.


En fin, lo que aquí veréis es tan solo una obra malhecha y sin relevancia que os rogamos no juzguéis tan severamente como se merece pues la intención es buena aunque el talento y el autor tienen obvias diferencias.


Comencemos. Les hablare de mi México, el México de 1853.


[Entran léperos, soldados, mozos, pajareros, cargadores, clérigos, etc., que se arremolinan atrás de Guadalupe. Se oye la música de La Paloma.]


La capital no pasaba del cuarto de millón de habitantes. La ciudad todavía recordaba la Venecia indígena que vio Cortez. En San Lázaro había un puerto donde llegaban las barcazas que traían las verduras que crecían alrededor del lago. El transporte era con caballos, mulas, burros, o, con el indispensable lomo de indio. Y el trafico…¡Ay! ¡Dios mío! El tráfico era imposible. En el paseo de Bucareli se armaban tremendos embotellamientos.


Siento decirles, pero la ciudad apestaba rete feo. Olía a heces, tanto de animales como de humanos. La que Humboldt llamo la ciudad de los palacios se veía triste y pobre. Muchos edificios todavía mostraban las huellas de los obuses yanqui s o de plano estaban en ruinas.


Y es que la pobreza era generalizada. Cuarenta años de desastres, de mal gobierno, y de guerras habían empobrecido a México. Nubes de léperos pululaban por toda la ciudad y en un descuido te faltaban al respeto o de plano te asaltaban. Los vecinos acostumbraban a dormir con un alfanje o con un pistolón bajo la almohada pues los robos a domicilio eran comunes. Al amanecer era frecuente encontrar un muertito en el dintel de la puerta.


En las carreteras el bandidaje cundía. Por el rumbo de Río Frío una banda de facinerosos desplumaba a los viajeros. Muchas veces llegaba uno encuerado a Puebla, si es que llegabas y no te violaban y te mataban esos desgraciados.


[Se oyen campanas. Guadalupe se persigna.]


Eso sí, éramos muy católicos y conservadores. Nos despertábamos con el llamado a misa y nos acostábamos después del toque del rosario. Cada pueblo aledaño a la capital como San Ángel o Coyoacan, celebraba la fiesta de su santo patrono. Pero la celebración principal era la del doce de diciembre. En ese día el presidente en turno y todo su gabinete, escoltados por los batallones de la guardia presidencial, iban en procesión por la calzada de los misterios hasta el Tepeyac.


[Pasa un obispo y Guadalupe le besa el anillo.]


La iglesia era la dueña de la mayoría de los edificios, casas, y vecindades. También era la principal banquera. Ya se imaginaran. El arzobispo pagaba espías, asesinos, compraba políticos y jefes militares y conspiraba constantemente. En varias ocasiones la iglesia derrocó a más de un gobierno que amenazaba con quitarle sus bienes.


Este era entonces el México de Madam Calderón de la Barca, de los Bandidos de Río Frío, del Fistol del Diablo, de Padierna, de Churubusco y la Angostura, de los léperos, de los San Patricios, de los kepis de oso de la guardia presidencial, de los ejércitos de leva y de guerras y tratados que mutilaron la republica. Y si, ¡este era el México del general presidente, el héroe de Tampico, el tirano, el quince uñas, su alteza serenísima, don Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón!


[sotto voce]


Les voy a pedir que no se fijen en que don Antonio cojea. El señor presidente es muy vanidoso y usa una prótesis para que no se note que le falta una pata.


[Entra Santa Anna apoyándose en un bastón y cojeando visiblemente y acompañado de una escolta. Se oye la marcha de Degüello. Santa Anna se descubre y le besa caballerosamente la mano a Guadalupe.]


Santa Anna:


¿Aquí se habla la verdad doña Guadalupe?


Guadalupe:


Ya estamos muertos, señor presidente, ¿para qué mentir?


Santa Anna:


En tal caso así lo hare también. Véanme, mexicanos. Para 1853 ya no era yo el militar mascavidrios que había derrotado al gachupin Barradas en Tampico, arengando en medio de un huracán a mis negros porteños del regimiento ocho. Era ya un viejo panzón de 59 años de edad, cínico, sin más ilusiones que seguir pachangueando y mamando del presupuesto hasta que alguien más cabrón que yo me tumbara.


Guadalupe:


¡General!


Santa Anna:


Perdoneme doña Guadalupe. Soy veracruzano y naci mal hablado.


Guadalupe:


No se preocupe, señor presidente, creo que la audiencia comprenderá. Adelante. Cuéntenos como formo su último gobierno.


Santa Anna:


Verán, después de que los pinches gringos me derrotaron y cayo la ciudad me escape de esta con los restos del ejército. Todavía trate de tomar Puebla, y para variar, fui derrotado una vez más. Me intente refugiar en Oaxaca pero el desgraciado del indio ese que era gobernador, un tal Juárez, se rehusó a dejarme pasar.


Guadalupe:


Usted nunca le perdono eso a Juárez, ¿verdad?


Santa Anna:


¡No! ¡Nunca! Por eso luego que subí a la silla lo mande arrestar y exiliar. Y es que cuando intente refugiarme en Oaxaca los hijos de la chingada tejanos me perseguían de cerca y me querían colgar de los huevos. Fue de puro milagro que me logre escapar a Cuba y de ahí a Jamaica. Finalmente, fui a acabar en Colombia, en un lugar que se llama Turbaco. Y pos yo tenía mis, ajem, “guardaditos” en bancos de Europa. Fue con ese dinero que me hice de una hacienda chingona. Vivía como sultán, follándo mulatas colombianas y chiqueando a mis gallos de pelea. ¡Hasta me olvide de la política y no quería ya saber más de México! ¡A la chingada pues! Y así estaba viviendo, muy contento, echando panza, hasta que se me presento un sequito de enviados del partido conservador.


[Entran tres conservadores y un obispo]


Carajos, ¿creen que no tenía mi corazoncito? Esos cabrones me empezaron a barbear de lo lindo.


Conservador 1:


¡Usted, señor general, es el líder que México necesita!


Conservador 2:


¡Don Antonio! Solo bajo la protección de su fuerte brazo puede México volver a resurgir.


Obispo:


¡Los malditos jacobinos quieren desplumar a la iglesia! ¡Necesitamos un hombre con mano firme que los meta en cintura! ¡Y ese hombre es usted, señor general!


Conservador 3:


¡Además, los pinches gringos siguen chingando, haciendo incursiones, y amenazan con volverse a meter! ¡Usted es el único que los puede enfrentar!


Santa Anna:


No se hagan ilusiones, señores. De aceptar, yo solo gobernaría para mi beneficio. No voy a ser su pendejo.


Conservador 1:


Déjenos por lo menos hacer nuestro negocitos.


Conservador 2:


Siempre nos podemos arreglar, ¿verdad?


Santa Anna:


No, de que se van a tener que mochar no tengan duda cabrones.


Obispo:


¡Dominus vobiscum! ¡Todo sea por el bien de Dios y de la santa madre iglesia!


Conservador 3:


¡Cuente con nuestro apoyo siempre y cuando haya garantías para los inversionistas!


Santa Anna:


Ah, pero espérense cabrones. Que dijeron ¿ya aceptó verdad? Yo los conozco muy bien y soy un gallo muy jugado. Si, los voy a dejar hincharse de plata. Son ustedes el pequeño grupito de cabrones que se creen dueños de México y ansían sangrarlo a todo lo que de. ¡Nunca van a cambiar! Pero más les vale que no piensen en traicionarme. Voy a tener que tener bien cebadito al ejército y por eso se me van a tener que mochar. Mis soldados le partirán la jeta al que no se moche o intente alzarse en mi contra.


Conservador 1:


¡Sea!


Conservador 2:


¡Ansina será!


Obispo:


¡Bendito sea Dios!


Todos:


¡Viva México! ¡Vivan las instituciones! ¡Viva Santa Anna!


[Salen los conservadores.]


Guadalupe:


¡Ay Dios! ¿Así fue?


Santa Anna:


Pos más o menos, doña Guadalupe. Regrese, tumbe al gobierno, y volví a mangonear. Mientras tuviera el apoyo de esos cabrones y del ejército pos la llevaba más o menos. Ya ve usted que con dinero baila el perro.


Guadalupe:


Y el dinero pronto escaseo, ¿verdad?


Santa Anna:


Pos sí. No tuve más remedio que implantar “las reformas estructurales tan necesarias”.


Guadalupe:


¿Qué quiere decir con eso?


Santa Anna:


Pos subí los impuestos. Les puse impuestos a los perros, impuestos a las ventanas, impuestos a los impuestos. Es más, yo fui el que invento la tenencia. Si tenías carriola pos tenias que mocharte. Y de acuerdo al pájaro era la pedrada. Una berlina chingona de cuatro caballos pos te iba a costar un ojo y parte de otro. Pero hasta la más humilde carreta jodida te iba a salir cara. Claro, yo me la pasaba chingón en los palenques, apostando con el dinero del erario, pero como a mis gallos a cada rato los usaban como gallinas pos no había dinero que me alcanzara. Además, pos todos mis oficiales tenían uniformes chingones, recamados de oro, y la tropa tenía sus quepis de oso como los de la vieja guardia de Napoleón. Y pos no iba yo a enojar a esos cabrones dándoles trapos jodidos para que se vistieran ¿verdad?


Guadalupe:


Pos con ese tren de gastos no me sorprende que el gobierno estuviera en quiebra.


Santa Anna:


Pos sí. Llego el momento en que los agiotistas ya no me querían prestar. Deje de pagarles a los burócratas. Esos, pos de todas maneras eran puro huevón y no hacían nada y no importaba si se me morían de hambre. Pero lo que si me preocupaba era que les debía varias quincenas a los soldados y esos cabrones empezaron a murmurar y encabronarse.


Guadalupe:


¿Pos no habían dicho esos señores que usted contara con ellos?


Santa Anna:


¡Puro pico esos cabrones! ¡Ni los magnates ni la iglesia se quería seguir mochando! Ellos decían que mi combate frontal al crimen organizado había fracasado y que eso había arruinado la economía.


Guadalupe:


¡No me diga! A ver, cuente, don Antonio.


Santa Anna:


Pos mire, saque al ejército de los cuarteles y tenia retenes en todos lados y hacían redadas pero aun así el bandidaje no se acababa. Y era que entre los mismos soldados había muchos que estaban coludidos con los bandidos y les daban pitazos. El comercio se paralizo por la inseguridad. Fue entonces que se me presento un enviado de los gringos y me ofreció comprarme la Mesilla. Digo, era plata constante y sonante. ¿Para qué hacerla de tos con la soberanía y que se yo? De todas maneras nos hubieran declarado la guerra y nos la hubieran robado. Por lo menos pude seguir la pachanga.


Guadalupe:


No, pos sí.


Santa Anna:


Y ahora, pos con su venia, doña Guadalupe, me retiro pues ahorita es la feria allá abajo en Infiernotitlan y me voy al palenque.


Guadalupe:


Gracias don Antonio


[Santa Anna se retira con su escolta a los acordes de la marcha de degüello.]


Un sentimiento de desesperación se empezó a sentir en todo México. La industria estaba paralizada. El comercio ya no existía. No había futuro para la patria. ¿Acaso se iba a vender pedazo a pedazo de territorio para seguir manteniendo al dictador y a su ejército? ¿Cómo quitarse de encima a un gobierno fatuo, corrupto, que vendía la patria poco a poco pero que era sostenido por los pretorianos? Fue en este ambiente de derrota, de amargura, de desesperación, que nació el himno nacional.


Acto II


Guadalupe González del Pino y Villalpando, Francisco González Bocanegra


[Entra Francisco llevando de la mano a Guadalupe.]


Guadalupe:


¿Cómo la ven? ¿A poco no era guapo mi Pancho? El era criollo, potosino, de familia acomodada, y en 1853 tenía tan solo 29 años. Había incursionado en el comercio avalado por su familia y amigos de esta. Lo había hecho con tanto éxito que podía dedicarse ya, para 1853, enteramente a lo que él llamaba “las letras y la vida bohemia”.


Como mencionan algunos, mi Pancho había estado entre los batallones de polkos que se alzaron contra Gómez Farías en el 47. No es de sorprender. Pancho se ajustaba al prototipo del señorito de buena familia que ahí militaba. Ciertamente el de los polkos fue un acto de traición: derrocaron al presidente en funciones, don Valentín Gómez Farías, mientras que Scott sitiaba Veracruz. Y esa traición fue hecha por órdenes del arzobispo pues don Valentín, un jacobino peligro para México, quería confiscar el oro de la iglesia para comprar el parque que ofrecían desembarcar unos ingleses por Alvarado. Sin embargo, los niños bien lavaron su afrenta haciéndose matar en la defensa de Churubusco. Pero, ¡ay!, ¡el convento solo cayo porque faltó el mismo parque que no se pudo comprar con el oro de la iglesia!


Pero en ese año de 1853 solo le interesaba una cosa a Francisco: casarse conmigo. Y yo por supuesto que acepte su oferta. Mi familia había venido a menos con la muerte de mi padre y de mi único hermano. Y la verdad era que nos amábamos. Saben, para entonces yo conocía muy bien a mi Pancho.


[Guadalupe lo encara.]


Tú, Francisco necesitas más que una esposa. Necesitas una musa. Y las musas son amantes y a veces esposas. Considérame entonces tu musa, tu amante, y tu esposa, todo a la vez. Y debes saber que soy una musa exigente. Se que eres por naturaleza indolente y delicado, hasta flojo. Pero he leído tus escritos. Se que tienes mucho que dar, cosas que tal vez ni tu mismo te imaginas. Compones con facilidad. Dominas la técnica. Imprimes pasión en tus versos. La imaginación te sobra. Y tienes la sensibilidad de sobra. Repito, te voy a exigir, Francisco. Y tú me tienes que cumplir, como musa, como amante, y como esposa.


Se fijó entonces la fecha para la boda. Seria en unos meses más. Los Bocanegra echarían la casa por la ventana. La misa la oficiaría el mismo arzobispo Pelagio Labastida, en catedral. Muy probablemente hasta asistiría el presidente.


Fue el 12 de noviembre de 1853, que salio la proclama firmada por el ministro de fomento, don Miguel Lerdo de Tejada convocando a poetas y escritores para que presentaran “composiciones poéticas entre las que se seleccionaría la letra del himno nacional”


Francisco:


A mi ¿Qué diablos me importa eso?


Guadalupe:


¿No les digo? Insisto. Si no fuera por mí, quien sabe qué diablos cantarían ustedes.


Cite a mi Pancho una mañana.


¡Ay! ¡Qué bueno que viniste, Pancho! Ven conmigo. Te tengo una sorpresa.


[Guadalupe lo guía dentro de una habitación. Hay una cama y un escritorio con plumas de ganso y papel. En la pared cuelga una bandera mexicana hecha girones y un sable de oficial.]


Francisco:


Esta es la habitación de tu hermano Ramiro.


Guadalupe:


Si. Aquí murió mi hermano. Nunca se pudo recuperar. Regresó muy malherido de la Angostura. Agonizó por meses.


Francisco:


No entiendo. ¿Cuál es la sorpresa de la que me hablabas?


Guadalupe:


Espérate aquí, Pancho. Ahorita regreso.


[Guadalupe sale y cierra la puerta con llave. Francisco se pasea por la habitación. Sacude la cabeza. Decide abrir la puerta y comprueba que esta estaba cerrada con llave por fuera.]


Francisco:


¡Guadalupe! ¿Qué clase de broma es esta?


Guadalupe:


Te dije que era una musa exigente Francisco. Sé que me arriesgo a que te enojes conmigo, tal vez a que reniegues en tu oferta.


Francisco:


¡No seas ridícula! ¡Te amo! ¡Déjame salir, Guadalupe! ¿De qué se trata esto?


Guadalupe:


No Francisco, no te voy a dejar salir. En el escritorio hay papel, plumas, y tinta. También hay unas botellas de mezcal pues sé muy bien que los poetas requieren alcohol para que fluyan las letras.


Francisco:


¿Mezcal? ¡Eso es lo que toman los léperos! ¡Yo chupo fino! ¡Puro rioja traído de España!


Guadalupe:


¡Josu y hostia! Escucha, para escribir esto tiene que ser mezcal.


Francisco:


¿Qué voy a escribir? ¿Quieres más versos de amor?


Guadalupe:


Sí, quiero que me escribas unos versos. Para el himno, el himno nacional.


Francisco:


¡Eso es inútil!


Guadalupe:


Francisco, no te voy a dejar salir sino hasta que me los escribas. Te dije que era una musa exigente. No se. Tal vez estoy loca. Si no lo haces por mi, hazlo por Ramiro. El te consideraba su amigo.


Francisco:


¿Con mezcal? No sé si pueda, Guadalupe.


Guadalupe:


En tal caso, no hay boda, Francisco. Te regreso tu oferta.


Francisco:


Santo Dios, mujer, si te pones en ese plan, deja ver entonces que tienen dentro esas botellas.


[Cortina. Se oye la música del Huapango de Moncayo, aproximadamente del minuto 5:30 al minuto 7:00]


[Se alza la cortina. Guadalupe está dormida en un sillón. Francisco pasa unos papeles debajo la puerta.]


Francisco:


¡Ábreme Guadalupe!


Guadalupe:


Ah, ¿ya acabaste?


Francisco:


Déjame salir ya, por amor de Dios, Guadalupe, no puedo escribir más. Estoy vacío. Además, aquí hay adentro hay algo o alguien.


[Guadalupe le abre la puerta.]


Guadalupe:


Estas muy pálido. ¿De que hablas? Aquí no hay nadie más.


Francisco:


No sé, algo sentí, tal vez por ser el lugar donde murió tu hermano. O a la mejor es el mezcal que luego luego se me subió.


Guadalupe:


¿Estos son los versos? ¿Solo diez? ¿El mezcal sirvió?


Francisco:


Por Dios, mujer, no doy para más. Además, estoy borracho. Me tengo que ir a casa. ¡Santo Dios! Me vas a creer loco cuando los leas.


Guadalupe:


No, no estás loco. Eres poeta y eres sensible a ciertas cosas. Escucha, mandare hacer copias con los evangelistas en Santo Domingo y los llevare yo misma al ministerio de fomento.


Francisco:


No te hagas ilusiones, mi amor, dicen que hay otros veinticinco poetas que van a entregar cuartillas. Algunos son extranjeros. Seguro los van a preferir.


Guadalupe:


Pues peor para ellos. Los esfuerzos de esos señores extranjeros serán en vano. Tú eres mexicano y mil veces más talentoso que todos ellos juntos. Este himno, Francisco, es nuestro hijo, nuestro primer hijo.


[Francisco la besa.]


Francisco:


¡Sea entonces! Llévaselos a Lerdo. Pero has de saber que un hijo necesita padrinos. Les presentare estos versos a los poetas de la Academia de Letrán.


Guadalupe:


¿A esos borrachos?


Francisco:


Insisto. Ellos saben de estos menesteres de la verseada.


Acto Tres


Juan Lacunza, José María Lacunza, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Manuel Carpio


[Entran los hermanos Lacunza]


José María:


Hola, yo soy José María Lacunza.


Juan:


Y yo soy su hermano menor, Juan.


José María:


Bienvenidos a la Academia de Letrán.


Juan:


Éramos lo que ustedes llaman los intelectuales de la época.


José María:


Lo que se denominaba la Academia de Letrán es un hermoso edificio colonial asentado en el centro histórico de la Ciudad de México.


Juan:


Fue un hospital de sangre durante la guerra contra los gringos. Aquí se vinieron a morir un resto de infelices despanzurrados por la metralla yanqui. Es más, dicen que aquí espantan. Pero que voy a saber yo. Yo ya estoy difunto.


José María:


¡Pamplinas! No le haga caso a mi hermano. Si, este es un edificio medio lóbrego y si tiene historias y aparecidos, como cualquier otro edificio así de viejo en el centro. Verán, lo fundo el mismo virrey don Antonio de Mendoza con el nombre de Colegio de San Juan de Letrán.


Juan:


El objeto del virrey era instruir a los hijos de los caciques indígenas para hacerlos buenos siervos de la corona. Este don Antonio de Mendoza era un verdadero cabrón. Así podía tener a los indios controladitos. Ya ven que para que la cuña apriete tiene que ser del mismo palo.


José María:


Mi hermano divaga. El caso es que colegio subsistió hasta después de la independencia. Yo era maestro de este colegio y decidí fundar una academia para fomentar las artes literarias. Sesionábamos en el plantel del colegio.


Juan:


Por supuesto que era una buena excusa para que se juntaran nuestros amigos y libáramos de lo lindo, todo con el pretexto de que venerábamos las letras.


José María:


Bueno, sí, lo admito, la mayoría de las veces era a Baco y no a las musas lo que más venerábamos. Y la pachanga continúo hasta 1856, cuando empezó la guerra de reforma y todo se fue al carajo.


Juan:


Si, para variar, y es que a México a cada rato se lo cargaba el payaso entonces. Ah, pero el que bien sabe de esas epopeyas es, por supuesto, don Guillermo Prieto.


[Entra Guillermo Prieto]


Prieto:


Buenas noches. Yo soy Guillermo Prieto. En efecto, si había mucho de libar en nuestras sesiones académicas. Y si, yo entonces era ‘pipa’ y acostumbraba a ponerme hasta atrás. Pero el asunto era serio. Cada que había inspiración un autor nos leía su obra y circulaba copias de su trabajo. Una vez leído o terminado, pues eso era como cuando cae sangre en una manada de tiburones. Cada uno pedía la palabra para explicar lo que considerábamos mal o defectuoso. ¡Éramos bien víboras!


Juan:


A veces parecíamos caníbales.


Prieto:


Pero el más manco ahí era malabarista. Y afortunadamente don José metía orden y nos guiaba en la critica para que no fuera puro viboreo a lo pendejo. El viejo don José sabía mucho. Con el menor pretexto te sacaba a pasear a Fray Luis de León o a Quevedo. También hablaba ingles y nos apantallaba con Byron y Shakespeare. Y nosotros, con tal de por lo menos meter las manos, sacábamos a pasear a Goethe o Schiller o Dante o las barbas de Horacio o de Virgilio.


José María:


Debo apuntar una cosa. Tanto yo como mi hermano y don Manuel Carpio éramos conservadores. Prieto era lo que se llamaba liberal. Pero nos tolerábamos porque todos amábamos las artes.


Juan:


Incluso, Ignacio Ramírez, el Nigromante, tal vez el poeta mas jacobino que ha dado México, era parte de nuestro grupo.


[Entra Ignacio Ramírez.]


Ramírez:


Buenas noches. Apláquense cabrones, que ya llego Ignacio Ramírez, el Nigromante. ¡Muertos, de pie, carajos! Y lo admito, si, en vida era yo rete jacobino, pero de todas maneras los quería mucho, cabrones. Y pal caso, solo nos hacíamos pendejos. El más grande poeta de México era si, jacobino y rebelde. Nomas que, saben, no era poeta, era poetisa, y se llamaba sor Juana. ¡Naiden aquí le llega a los talones a la monjita!


Prieto:


¿Vamos a volver a discutir a la monjita? Llevamos 200 años haciéndolo. La invitamos una vez a que viniera desde Infiernotitlan y desde entonces nos mando al carajo.


Juan:


Es que pos es de pocas pulgas, la verdad, y peor, usted Prieto, ya borracho hasta le andaba echando los perros.


José María:


Señores, habrá tiempo para discutir sobre altivos obeliscos y hombres necios y que se yo. Se nos ha invocado en un menester muy serio. Nuestro compañero, Francisco Bocanegra, nos presentara los versos con los que esta concursando.


Ramírez:


¿Ah, Panchito le entro a lo del himno? Pos ya la hizo. Don Manuel Carpio está en el jurado.


[Entra don Manuel Carpio]


Carpio:


Buenas noches, señores.


Juan:


Hablando del diablo, ya llego Carpio.


Carpio:


Objeto a lo que dijo, Nacho. No hay favoritismo hacia Panchito. Hemos recibido trabajos excelentes. También unos que son diatribas de borracho.


Prieto:


No aviente piedras. Yo no le entre al concurso.


Carpio:


El caso es que nos andamos con mucho tiento, ya ven como es el general.


Ramírez:


¿Pos no tiene Santa Anna favorito?


Carpio:


El general, me temo, no es muy dado a poesías o a leer.


Ramírez:


¿Acaso sabe siquiera leer ese cabrón?


José María:


Modérense señores. No insulten al señor presidente.


Prieto:


Oiga, don Manuel, ¿ya leyó lo que presento Panchito?


Carpio:


Si. Me inclino por él pero tengo mis reservas.


José María:


Es por eso que creo conveniente que Panchito nos lea sus versos.


Juan:


Además, este rollo no tendría trama si no lo hiciere, ¿verdad?


Ramírez:


Pero, ¿se permite que este aquí don Manuel? Digo, él es parte del jurado.


Prieto:


Ah, ¿pos que tanto es tantito? No la hagas de tos, Nacho.


José María:


Sea pues. La cita es esta noche.


Juan:


A medianoche.


[Cortina]


Acto Cuatro


Francisco González Bocanegra, Guillermo Prieto, José María Lacunza, Juan Lacunza, Ignacio Ramírez, Manuel Carpio, soprano (vestida como la patria).


José María:


Bien, oigamos el coro o introducción. No estaba musicalizado en ese entonces pero los muertos dispensamos la lógica. Les pediré que en cada sección por favor se pongan todos de pie.


[Los poetas se ponen de pie.]


Soprano:


Mexicanos, al grito de guerra
El acero aprestad y el bridón,
Y retiembla en sus centros la tierra
Al sonoro rugir del cañón.


[Los poetas se sientan y todos alzan la mano.]


José María:


¡Señores! Las reglas son muy claras. Yo conduciré el debate y todos tendrán oportunidad de opinar. A ver, usted, don Guillermo, ¿Qué opina?


Prieto:


Pos que nuestro Roger de Lille entra muy gallito;


Carpio:


No es Roger, es Rouget de Lisle.


Prieto:


Pos ese, el gabachito que cantó la marsellesa.


José María:


A ver, don Manuel, ¿Qué opina usted de la entrada?


Carpio:


¡Dios nos agarre confesados!


Ramírez:


Pos tiene razón don Manuel Es muy belicoso. De entrada nos llama a partirnos la madre.


Francisco:


Pues sí, no tomo prisioneros entrando.


Prieto:


Carajos, ¡que acero ni que bridón teníamos a veces cuando nos enfrentamos a los pinches gringos! ¡Puros infelices indios de leva, mal comidos y mal armados si bien nos iba!


Ramírez:


¡Pero con un gran general presidente!


José María:


Por favor, señores, no metamos nuestras diferencias políticas aquí. Respete al señor presidente don Ignacio por favor.


Carpio:


Bueno, la verdad, ¿pos de que se espantan? Acuérdense de esto: ¡Aux armes, citoyens! Formez vos bataillons, ¡Marchons, marchons ! Qu'un sang impur ¡Abreuve nos sillons ! ¿Quieren belicoso y sangriento? Pues ahí esta la marsellesa.


Juan:


No sea malito, don Manuel. Tradúzcale al respetable.


Carpio:


Con gusto, don Juan. ¡A las armas ciudadanos! ¡Formen el batallón y marchen! ¡Que la sangre impura riegue nuestros surcos!


Prieto:


O sea, ¡asústame panteón!


Ramírez:


Bueno. Le concedo el punto a don Francisco y a don Manuel. Sin embargo, hay una cuestión fundamental en todo esto. Creo que todos la adivinan ya. Y es que, carajos, ¿no debería mas bien empezar diciendo “esclavos al grito de guerra”? Después de todo, ¿nos merecemos esta patria y este himno si todavía no somos libres?


Don José:


El compañero Ramírez ha puesto el dedo en la llaga. Aun cuando yo soy santannista no voy a negar que don Antonio gobierna con pretorianos y estamos muy lejos de ser libres. Les voy a pedir que dejemos ese punto hasta el último y les agradecería si me hacen tal merced. Avoquémoslos a desglosar este texto por el momento.


Prieto:


Por mi no hay bronca.


Ramírez:


Esta bueno. Dejemos entonces ese punto por la paz, don José. Pero antes de continuar, dígame, Francisco, le di una leída rápida a los versos, usted se dirige a una audiencia mixta, ¿verdad?


Francisco:


En efecto, don Ignacio, me dirijo a los mexicanos y también a la patria misma.


Carpio:


¿Y por que no solo a los mexicanos? Digo, la marsellesa es una arenga ciudadana exclusivamente: allons les enfants de la patrie.


Francisco:


La patria es tan importante como el conjunto de los ciudadanos, creo yo.


Juan:


¿Hay diferencia entre los dos?


Prieto:


Si no la hay, don Juan, ¿Qué parte de la patria son los léperos? ¿Los juanetes? ¿El culo?


José María:


Señores, por favor…


Francisco:


Pos tal vez si son la misma cosa. Yo no se. Le hablo a los dos como entidades distintas. Tal vez ese es nuestro problema. No nos sentimos como parte integral de una sola patria. Y creo que hemos perdido el rumbo. Hemos sido muy egoístas. Nuestras divisiones y rencillas la han dañado. Lo principal aquí es la patria. Tengo, si, que arengar a los mexicanosi. Con ellos se empieza y con la patria se acaba.


[Primera Estrofa.]


Soprano:


Ciñe ¡Oh Patria! tus sienes de oliva
de la paz el arcángel divino,
que en el cielo tu eterno destino
por el dedo de Dios se escribió.


Mas si osare un extraño enemigo
profanar con su planta tu suelo,
piensa ¡Oh Patria querida! que el cielo
un soldado en cada hijo te dio.


Don José:


Si creen que el coro o entrada es belicoso, señores, miren la primera estrofa. Se le pide a la patria que se ciñe la guirnalda de oliva de la paz, ¿verdad?


Francisco:


Si, maestro. Las guirnaldas de olivo se las ofrece el arcángel divino. Rima con destino.


Ramírez:


¿Y qué carajos tiene que ver Dios y su pinche dedo con todo esto?


Prieto:


Se ve que no aprendiste tu lección, Ignacio. El arzobispo casi te quemó con leña verde cuando afirmaste en la tribuna de la cámara de diputados que Dios no existía.


Francisco:


Señores, si, mi entrada es belicosa. Sin embargo, aquí reviro pues creo firmemente que el destino de México no es desangrarse en guerras pendejas. Su destino es ser grande, libre, independiente, y vivir en paz. Para mí, eso esta escrito allá arriba. ¡Y si no lo está, lo debería estar! Lo afirmo como poeta, si, ¿y que? Y es que si a alguien no le parece bien eso, que vaya y que le reclame al mismo Dios, carajos. Mientras, aquí abajo tendrá que lidiar con los hijos de la patria, los cuales todos son soldados dispuestos a pelear por ella.


Carpio:


¿Alguien tiene bronca con esto?


Prieto:


No está mal, no está mal.


Don José:


Bien, sigamos.


[Segunda Estrofa]


Soprano:


En sangrientos combates los viste
por tu amor palpitando sus senos,
arrostrar la metralla serenos,
y la muerte o la gloria buscar.


Si el recuerdo de antiguas hazañas,
de tus hijos inflama la mente,
los laureles del triunfo, tu frente,
volverán inmortales a ornar.


Carpio:


Como poeta creo que esta estrofa es la más acabadita. En otras palabras, creo que es chingona.


Ramírez:


Estoy completamente de acuerdo con don Manuel.


Juan:


Sigue el mismo patrón que la primera estrofa: a-b-b-c, d-e-e-c.


Prieto:


Leo: “en sangrientos combates los vistes…” ¿Quién los vio? ¿La patria?


Francisco:


Si, don Guillermo.


Prieto:


¡Puta madre!


José María:


¿Qué le parece mal Guillermo?


Prieto:


Carpio y Nacho tienen razón. Técnicamente, es perfecto. Sin embargo, yo, y no la patria, fue el que vide morir a los del San Blas, al pie del cerro. Carajos, nadie esta sereno cuando la metralla cae como granizo. Te meas y te cagas cuando se aparece el diablo. Además, chingaos, la mitad del San Blas había desertado la noche anterior. Yo, yo, no la patria, fui yo el que lo vide todo, a través de mi catalejo, mientras lloraba de rabia. Y no hay que olvidar que mi coronel Xicotencatl tenía 600 del San Blas el 12 de septiembre. Esa noche se pelaron 300.


Juan:


¡Perfecto! Trescientos es el número ideal para esos menesteres de hacerse matar heroicamente. No sabía que ese era el número de los del San Blas. Carajos, la de poemas que les podemos hacer ahora que sabemos que eran 300 cabrones en el San Blas.


Prieto:


No chingue don Juan. Esos pobres cabrones del San Blas en su triste vida habían oido de Esparta. Dicen que los perros escarban sus huesos entre los ahuehuetes. Pobres cabrones, naiden les dio siquiera cristiana sepultura.


Juan:


¡Pero se hicieron matar con muchos huevos!


Prieto:


¿Para qué? Arriba del pinche cerro solo estaba don Nicolás Bravo y unos chamacos recién destetados. Se les fue encima toda la puta división de Pillow. ¡Diez mil gringos hijos de la chingada, veteranos, perfectamente armados, con oficiales profesionales! Digan lo que digan, señores, el cojo dejo a mi coronel Xicotencatl colgado de la brocha. Y yo, yo, no la patria, vide todo eso. ¿Cuál es la puta gloria de ello?


Ramirez:


La gloria, Guillermo, está en el ejemplo que nos legaron esos pobre s cabrones. La gloria es amar a la patria a pesar de los cojos hijos de la chingada que te dejan colgado de la brocha, de que una puta división entera de gringos se te viene encima, de que no has comido en tres días, de que tu fusil casi no tiene parque y que tal vez ni lo sabes disparar porque te levantaron de leva solo una semana antes, de que tu puta causa no tiene esperanzas, de que a retaguardia solo te apoyan unos chamacos bisoños, de que te estás cagando de miedo y te llueve metralla cual granizo…¡pero aun ansina no has desertado! ¡Aun sigues dando el pecho!. Esa, Guillermo, fue la gloria de esos pobres cabrones del San Blas, ¿o no lo cree usted así señor Bocanegra?


Francisco:


Si, señor Ramírez, en el San Blas pensaba cuando escribí esto y también recordaba a las divisiones de Pacheco y Lombardini en la Angostura.


José María:


¿Estuvo usted en la Angostura señor Bocanegra?


Francisco:


No, maestro, pero cuando escribí esas líneas, bueno, la verdad es que había bebido demasiado. Tuve una visión en el lugar donde lo escribí. Cosas que, ya estando yo borracho, me mostró un muertito muy querido. Vide un breñal del norte y unos cerros empinados y secos, un puto frío de la chingada, y a la gente esa, puro indio de leva que no había comido en tres días y apenas sabían usar su fusil, subiendo esos cerros a base de puros huevos, entre un huracán de metralla, sin romper filas.


Prieto:


Ansina dicen que fue. Yo no le creí al parte que dio el cojo, que según esto la gente de Pacheco y Lombardini rompio el centro de la línea gringa en la Angostura, ya viden lo hablador que es ese cabrón. Carajos, ni la vieux garde rompió el centro de la línea británica en Waterloo.


Ramírez:


No dudes de lo que cuentan los muertos Guillermo.


Carpio:


Bien, San Blas o Pacheco y Lombardini, creo que esta estrofa es brillante, señor Bocanegra. Y aquí todos semos poetas y oímos cuando nos hablan los muertos, ¿o no? Ahora explíqueme lo de recordar las antiguas hazañas.


Prieto:


Después del 47 hay mucho que quisiera más bien olvidar.


Juan:


Hay muchas exigencias al oyente, ¿no creen? No solo tienen que defender la patria sino también recordar su historia.


Francisco:


Nuestra historia es lo que nos hace mexicanos. Digo, estaba yo viendo este mismo edificio. Las piedras de los basamentos tienen labrados jeroglíficos indios. Encima esta el ladrillo español y acaba con los elegantes capiteles que le puso don Manuel Tolsa en el albor de la independencia. Olvidar nuestra historia seria como quitar una de esas piedras. Todo el edificio se vendría abajo o se vería mal.


Carpio:


Pero usted pone condiciones. SI los mexicanos recuerdan esas antiguas hazañas, si no las olvidan, solo entonces la patria se ornara con laureles de gloria.


Ramírez:


Pos entonces lo primero que debe hacer todo tirano que mal gobierne a México es tener bien pendejos a los mexicanos para que no recuerden su historia.


Francisco:


Exactamente. Yo no se que pasara de aquí a cien o 200 años. Pero tienen ustedes razón. Si, les impongo una condición muy onerosa a los mexicanos que nos seguirán: que recuerden quienes son, que no se olviden de lo que sus abuelos han hecho. Si nos olvidamos de nuestra historia mas fácil nos va a mantener de esclavos.


[Tercera Estrofa]


Soprano:


Como al golpe del rayo la encina
se derrumba hasta el hondo torrente
la discordia vencida, impotente,
a los pies del arcángel cayó.


Ya no más de tus hijos la sangre
se derrame en contienda de hermanos;
sólo encuentre el acero en sus manos
quien tu nombre sagrado insultó.


José María:


A ver. Un rayo tumba la encina…la discordia desaparece…ya no debemos de andar matándonos entre hermanos…si tomamos el acero que solo sea para defender la patria. Buenos deseos, creo yo.


Ramírez:


¡Por supuesto! Digo, don Francisco, no es por nada, ¿pero usted es santannista verdad?--


Francisco:


Pues sí, señor Ramírez, mi padre estuvo entre los que fueron a Turbaco a pedirle al señor general Santa Anna que regresara. ¿Qué con ello?--


Ramírez:


Pos nada, pero entonces el pedir concordia y unión es algo natural. Digo, cuando un partido tiene el sartén por el mango lo que menos quiere es que hayan broncas, ¿no?




José María:


No creo justo impugnar al compañero don Francisco por su persuasión política. Debemos juzgar su obra por su valor artístico.


Prieto:


Yo no tengo bronca con don Francisco. Y me atrevo a pensar que don Ignacio tampoco. Pero si vamos a entender este texto hay que ver que lo motiva.


Francisco:


Repito, creo que nuestras rencillas internas solo nos debilitan ante el enemigo externo. Los buitres gringos están al acecho. Con gusto nos verían acuchillarnos entre si para entrar a recoger los despojos.-


Ramírez:


¿Cómo cuando se alzaron los polkos?


Prieto:


Placate, Ignacio. No chingues. Hasta yo anduve entre ellos.


Francisco:


¡Válgame Dios, señor Ramírez! ¿Y usted quería que siguiera al mando ese radical furibundo de Gómez Farías? ¡Santo Dios! ¡De la que nos salvamos! Afortunadamente el señor general Santa Anna regresó y metió orden en la capital y evitó que la chusma vaciara los templos.


Ramírez:


¡Gómez Farías quería comprarles parque a los ingleses con ese oro! ¿Por qué cree que cayó Churubusco? ¡Fue porque faltó ese parque!


Francisco:


Sé muy bien por que cayó el punto. ¡Puta madre! Yo estuve ahí, señores, sirviendo en el batallón Independencia bajo el mando del general Rincón. Y créame, señor Ramírez, Churubusco no cayó por falta de huevos. Si usted cree que ese fue el motivo, pos estoy a sus órdenes.


Ramírez:


Usted me dice el lugar y la hora.


[Francisco hace a incorporarse. Carpio se interpone entre los dos.]


Carpio:


Apláquense, carajos, ¿para que tanto brinco estando el suelo tan parejo? Esos muertos ya están fríos. ¡Me lleva! Sugiero se tomen unos minutos, por favor, señores. Esto va a acabar como rosario de Amozoc, chingaos. ¡No es para tanto!


Ramírez:


¿La traición y la mutilación de la republica no les parece gran cosa?


José María:


¡Basta! Carpio tiene toda la razón. Juan, por favor llévate al patio a don Francisco. Y usted, don Guillermo, llévese aparte por favor un momento a don Ignacio a que se calme. Yo necesito algo de aire.


[Salen los Lacunza y Francisco]


Prieto:


Ignacio, tu sabes bien que yo no soy traidor.


Ramírez:


Claro que no. Yo nunca diría eso, Guillermo.


Prieto:


Y sin embargo yo también anduve entre los polkos.


Ramírez:


¿Qué quieres, Guillermo? ¿Qué me quede callado? ¿Qué no le reclame a Pancho?


Prieto:


Flaco favor le haces a la patria armando bronca en estos momentos. No, Panchito no es perfecto. Tiene defectos, igual que tú y yo, y encima es hijo de quien es. ¿Qué quieres? Pancho es humano. Sin embargo, hay un soplo divino en esas letras. No lo niegues. Tú eres poeta y lo adivinaste también. Este himno es exactamente lo que México necesita en estos momentos cuando ya no nos queda ni la esperanza ni los medios para mantener a la republica en pie.


Ramírez:


¡Válgame Dios! ¿Este himno este es nuestra última esperanza?


Prieto:


No, no es una esperanza. El himno es un arma. Te regreso tus palabras sobre el San Blas. Amor a la patria es hacer tu deber aun en momentos en que no tienes los medios para seguir peleando. Pancho les dará a los mexicanos futuros un arma que no tenían antes para usar en situaciones ansina. Y esa arma no dejara de ser efectiva aun si falta el parque. Ignacio: este himno les da huevos a los mexicanos. ¡Si a México se lo lleva la chingada que no sea porque les faltaron huevos a los mexicanos!


[Cortina]


Acto Cinco


Jose y Juan Lacunza, Francisco, Prieto, Ramirez, Guadalupe, soldaderas, soprano.


[Ramírez y Francisco están de pie, viéndose fijamente.]


Francisco:


Acepto su disculpa don Ignacio, ¡venga esa mano!


Juan:


¡Gracias a Dios!


José María:


Bien, continuemos.


[Cuarta Estrofa]


Del guerrero inmortal de Zempoala
Te defiende la espada terrible,
Y sostiene su brazo invencible
tu sagrado pendón tricolor.


Él será del feliz mexicano
en la paz y en la guerra el caudillo,
porque él supo sus armas de brillo
circundar en los campos de honor.


Juan:


¡Ave María! Se nos va a armar la bronca otra vez. Esta es una loa a Santa Anna.


Francisco:


Ya lo he dicho. Mi familia es partidaria del general. Yo también. ¿Y qué?


Ramírez:


Bueno, con tal de mantener la paz, me avocare tan solo a hacer notar algunos puntos técnicos.


Prieto:


¡Alabado sea Dios!


Juan:


Si, ¡viva la paz!


Ramírez:


Por principio, el único cabrón que recuerdo de Cempoala es el cacique gordo ese que recibió a Cortes. Y no creo que tuviera algo de guerrero inmortal. Creo que ni podía caminar por lo bofo.


Carpio:


Yo soy veracruzano y conozco bien al general. Nació allá en Xalapa el cabrón. Aunque les concedo que Cempoala está tras lomita. A la mejor a su mamacita se le rompió el agua pasando Cempoala y lo vino a parir llegando a Xalapa. Y no se si lo han visto últimamente. Con eso de que casi no puede caminar por cojo se ha puesto rete gordo. Se trajo de cocinera a palacio una mulata jarocha que tiene una sazón divina y le hace tamaliza todos los días. Chingaos, yo estoy dispuesto a hacerle unos versos donde lo comparare con el mismo Cid Campeador con tal de que el cabrón me invite a cenar.


Ramírez:


Será el sereno y no quiero más broncas, pero la verdad es que don Francisco le esta haciendo la barba al cojo.


Juan:


¡Espérense compañeros! Díganme, honestamente, ¿ustedes no creen que los otros 25 cabrones que han escrito textos para el concurso no le echan flores también al cojo? Dejen que don Francisco haga su luchita, carajos. Además, ninguno de ustedes puede aventar la primera piedra. ¿Cuántas veces hemos recibido chayote del gobierno para hablar bien de este?


[Todos agachan la cabeza]


¿Ah verdad?


Carpio:


Es que el hambre es cabrona.


José María:


Bien, dejemos esta estrofa por la paz. Se entiende lo que hacia el compañero don Francisco y no somos nosotros los indicados para darnos baños de pureza. Buena suerte, don Francisco. Continuemos.


[Quinta Estrofa]


¡Guerra, guerra sin tregua al que intente
de la patria manchar los blasones!
¡guerra, guerra! los patrios pendones
en las olas de sangre empapad.


¡Guerra, guerra! en el monte, en el valle,
los cañones horrísonos truenen
y los ecos sonoros resuenen
con las voces de ¡Unión! ¡Libertad!


Juan:


¿Olas de sangre? ¿No les parece exageración?


Prieto:


Ciertamente que no. Acuérdense de la barranca.


Juan:


¿La que ahora llaman la barranca del muerto?


Prieto:


Si, cuando los gringos intentaron entrar por ese rumbo el batallón Galeana los paro ahí en seco y les mato un chingo de gentes cuyos cadáveres se amontonaron en el fondo de la barranca. En las semanas siguientes el arroyito que de ahí sale corría rojo, olas de sangre como indica la estrofa, ¡y si vieran lo panzones que se pusieron los zopilotes de ese rumbo!


Juan:


Pero se supone que son los pendones patrios los que se van a empapar de sangre.


Francisco:


Estaba pensando más bien en Margarito Suazo.


Juan:


Ah, sí, don Margarito, el portabandera del Batallón de Mina.


Prieto:


En Molino del Rey lo hirieron de muerte y sintiéndose morir se enredo en su bandera cual sudario. La mancho de tanta sangre que los gringos no la reconocieron como tal y por eso no la tomaron. Por eso esa bandera no cayó en sus manos.


José María:


Sigamos entonces, señores.


[Sexta Estrofa}


Soprano:


Antes, Patria, que inermes tus hijos
bajo el yugo su cuello dobleguen,
tus campiñas con sangre se rieguen,
sobre sangre se estampe su pie.


Y tus templos, palacios y torres
se derrumben con horrido estruendo,
y sus ruinas existan diciendo:
de mil héroes la patria aquí fue.


Carpio:


Pos ya lo dije antes. ¡Que Dios nos agarre confesados!


Juan:


Horrido estruendo fue cuando estalló el arsenal en Churubusco. Carajos, todo el parque que teníamos de reserva se hizo humo en segundos. Mi general Anaya quedo todo quemado. Todavía hoy no le han crecido las cejas. Por eso le contesto enchilado al gringo que si hubiera habido parque no estaría entregando el punto.


Ramírez:


Yo también me persignaría pero no soy creyente. No contento don Francisco con imponerles graves obligaciones a los mexicanos también le conmina a la misma patria a que sea cruel e implacable y que contemple impávida todos esos desastres.


Prieto:


¿Impávida? ¡Más bien furibunda! ¡Válgame Dios! Esta no es una suave patria. ¡Esta es una mujer de Esparta diciéndole a sus hijos que regresen victoriosos o que si no, que pudran en el campo de batalla los hijos de la chingada!


Juan:


¿Suave patria? Eso tiene posibilidades poéticas, ¿no crees?


Prieto:


Suave patria…suave patria…tal vez tengas razón Juan. El caso es que esta mujer no es tal. ¡Esta es la loba que amamantó a Rómulo y Remo!


Juan:


Oiga, don Guillermo hablando de espartanos, ¿no le recuerda esto a Licurgo?


Prieto:


¿El espartano? Si. Les impuso leyes iguales de draconianas a los espartanos. Pero el oráculo de Apolo sentencio que solamente si se sometían a estas los espartanos serian grandes.


Carpio:


Pos yo estoy muy viejo para andar haciendo gimnasia encuerado en pleno invierno como esos cabrones.


Ramírez:


Saben, tal vez si el cojo hubiera quemado la Ciudad de México como lo describe aquí don Francisco los gringos se hubieran arrugado.


José María:


Eso hicieron los rusos con Moscu cuando se presentó Napoleón. El quemar la ciudad hubiera tal vez fortalecido nuestro ánimo.


Juan:


Pero pos en septiembre no hay nieve aquí como en Moscú. Tal vez la hay en diciembre, y eso tal vez en el Ajusco.


Prieto:


¡Ay señores! El hubiera no cuenta. Me temo que después de Chapultepec nomas ya no teníamos animo para continuar. Fueron demasiadas putizas, una tras otra, carajos.


Francisco:


Perdónenme, compañeros, pero si me he ido al extremo es porque conozco muy bien al enemigo externo que nos acecha, el yanqui codicioso y ladrón. Y sabe Dios qué enemigos tanto internos como externos van a enfrentar los mexicanos del futuro. Por eso, compañeros, es que soy completamente intolerante y es que demando que si México va a caer ¡que solo conquisten ruinas los hijos de la chingada! La patria no se rinde, ¡se defiende a morir!


Ramírez:


¡Bravo! Ahí está el valor de esta estrofa. El pueblo que la canta y que la recuerda será un hueso mas duro de roer. Felicidades, don Francisco. Creo que entiendo su intención.


José María:


Bien, continuemos.


[Séptima Estrofa]


Si a la lid contra hueste enemiga
nos convoca la tropa guerrera,
de Iturbide la sacra bandera
¡Mexicanos! valientes seguid.


Y a los fieros bridones les sirvan
las vencidas enseñas de alfombra:
los laureles del triunfo den sombra
a la frente del bravo adalid.


Prieto:


Párele ahí, señor Bocanegra, objeto a lo de la sacra bandera de Iturbide.


Ramirez:


No chingues, Guillermo Ese cabrón el que escogió los colores patrios, ¿o no?


Prieto:


No niego que Iturbide tuvo vela en el entierro.


Carpio:


Señores, yo soy animal de tierra caliente y he recorrido Chilpancingo, Acapulco, y todos esos lugares perdidos. Hasta he estado en Acatempan. ¿Por qué creen que ese cabrón de Iturbide busco a Guerrero?


Jose Maria:


Eso yo lo se. Me lo contó don Andrés Quintana Roo que presencio todos esos hechos. Iturbide no era pendejo. El gachupin Novella había recién llegado con once regimientos de veteranos de la guerra napoleónica. Iturbide nomas no iba a poder enfrentarse con el ejercito virreinal contra esos cabrones.


Carpio:


En efecto. Los únicos cabrones que eran entrones y que no le tenían miedo a los españolitos eran los pintos de Guerrero. Les perdieron el respeto cuando el gran Morelos humillo a los asturianos en Cuatla. Iturbide los iba a mandar por delante, a sangrar y debilitar a los peninsulares, y luego iba a ver si con su gente podía acabar el trabajito.


Jose Maria:


Hubiera sido eso otra carnicería y la ya de por si destruida Nueva España se hubiera acabado de ir al carajo. Don Andrés logro convencer al recién llegado virrey, don Juan de Odonoju, que nomás iban a conquistar las ruinas a las que Francisco se refiere en la estrofa anterior. Claro, tanto don Andrés como don Juan pos eran hermanos masones…perro no come perro. Fue el mismo Novella el que arrío por ultima vez la enseña española del palacio de los virreyes. Gracias a Dios se fue con todo y su ejercito.


Ramirez:


¿Pero y que con los colores patrios?


C arpio:


Ignacio, date de santos que no era tiempo de mango, si no, la enseña seria amarilla.


Prieto:


¿Amarilla?


Carpio:


Es que según me contó un negro que anduvo en la bola, después de que se abrazaron Iturbide y Guerrero pos don Chente invitó a Iturbide a que compartieran una…¡sandia! Cuando llego la platica a que bandera usar en común pos la sandia los inspiro y de ahí salio lo del rojo, blanco, y verde.


Prieto:


¿Una sandia? ¡No chingue!


Carpio:


¡Por esta cruz!


José María:


Bien, dejemos esta estrofa por la paz.


[Octava Estrofa]


Soprano:


Vuelva altivo a los patrios hogares
el guerrero a contar su victoria,
ostentando las palmas de gloria
que supiera en la lid conquistar.


Tornáranse sus lauros sangrientos
en guirnaldas de mirtos y rosas,
que el amor de las hijas y esposas
también sabe a los bravos premiar.


José María:


Pos parece que nadie tiene objeción con esta estrofa. ¿Podría explicarnos que lo inspiro a inscribirla? Describe el regreso de un guerrero para recibir la gratitud de su familia, ¿verdad?


Francisco:


Es lo que hubiera yo querido para un buen amigo. Verán, el hermano de mi prometida, Ramiro, apenas un muchacho, fue hecho teniente en la división de Pacheco. El muchacho con muchos huevos arengo a sus hombres y plantó la enseña patria en medio de la línea de los cañones que le capturaron a Jefferson Davis en la Angostura. Pero lo bajaron cocido por la metralla. Todavía logro regresar a la casa de su familia pero nunca se recupero. Murió después de una larga agonía.


Ramírez:


¿Esa fue la visión que tuvo, verdad?


Francisco:


Si, mi prometida me hizo escribir esto en la recamara del muchacho. Este texto es parte homenaje a él.


Carpio:


C’est la guerre.


[Entra Guadalupe seguida de un sequito de mujeres]


Guadalupe:


Buenas noches, señores.


Francisco:


¡Guadalupe! ¿Qué haces aquí? ¡Las calles son peligrosísimas!


Guadalupe:


¿Qué queréis? Invocáis mi nombre y ya veis como semos los muertos. Luego luego vamos a donde nos recuerdan. Y no os preocupéis, Francisco, que ningún lépero oso molestarme. Como veis truje una escolta con la que nadie se iba a meter. Estas mujeres son las soldaderas de la división de Pacheco. Ellas eran las que cuidaban a los heridos y son de armas tomar.


Prieto:


En efecto. Nuestro ejército no tenía ni médicos o cuerpo sanitario. Estas mujeres ayudaban a los hombres a bien morir por lo menos.


Guadalupe:


En efecto, ellas se regresaron con mi hermano. De su batallón casi no quedo nadie vivo.


Francisco:


¡Pero Guadalupe! ¡Qué va a decir la gente si andas de noche por esas calles de Dios!


Guadalupe:


Ah, ¿creéis que ya muerta me importa el que dirán? No Francisco, vine porque hay cosas que ustedes los hombres afirman con una facilidad que espanta y obviamente no se preocupan de lo que dirían las mujeres.


Prieto:


Yo creo que ya se nos apareció el diablo.


José María:


Ah, por favor, doña Guadalupe, continúe. Oigámosla con respeto, compañeros.


Guadalupe:


Hablan ustedes de héroes, de recuerdos de antiguas hazañas, de amor a la patria, y que se yo. Vean a estas mujeres. ¿Han pensado que cada héroe muerto le dolió a una mujer parirlo y que otra mujer va a tener que sostener solita a los hijos del muertito? Cuando la división de Pacheco en que militaba mi hermano tomo esos cerros en La Angostura ellas contemplaron como sus hombres subieron a esas alturas casi verticales.


Soldadera 1:


La estela de muertos que las columnas de Pacheco dejaron a su paso eran nuestros hombres, señores.


Soldadera 2:


Nuestros hijos.


Soldadera 3:


Yo no conozco a esa señora que llaman Patria que ustedes nombran con tanto afán. Yo solo sé que al final las que salen jodidas por andar defendiendo a esa señora, semos nosotras, las mujeres.


Soldaderas 1:


Y semos nosotras las que tenemos que andar recogiendo a los heridos en el campo de batalla y luego chiqueando a los heridos y lavándoles la mierda.


Soldadera 2:


¿Han visto alguna vez a un despanzurrado? Le puedes recoger los intestinos si no los piso y tratar de metérselos a la panza y luego cocerla si hay aguja pero lo más probable es que se te va a morir el infeliz.


Soldadera 3:


E imagínense si ese infeliz es tu hijo o tu hombre y que solo le puedes dar un trago de sotol para que no sufra tanto mientras se te muere. ¡No nos hablen de amor a la patria señores!


Francisco:


Guadalupe, tu hermano sabía bien que intentar tomar esos cerros iba a costar mucha sangre. Pero aun así se puso al frente de sus hombres. Y estos no dudaron en seguirlo. No entiendo. Santa Anna dio la orden. ¿Hizo mal tu hermano en cumplirla?


Guadalupe:


No. Claro que no. En el ejército mexicano una orden no se discute, ¿verdad? Los que hicieron mal fueron los que pusieron a México en posición de indefensión y lo debilitaron tanto con tanta rencilla y guerra intestina que los buitres del norte no dudaron en dejarse venir. Pero eso no quita, repito, que somos las mujeres las que al final pagamos los platos rotos. En fin, yo mejor los dejo señores. Siento haberos perturbado, caballeros, pero había que darles voz a estas mujeres. Tal vez hay cosas que la poesía no puede plasmar del todo y ese es el dolor de nosotras.


[Guadalupe y las soldaderas se retiran.]


Prieto:


¡Válgame Dios!


Francisco:


¡Qué arrogante he sido! No sé si pueda seguir.


Ramírez:


Ya chole, ¿no?. Tenga, Pancho, tómese un trago.


Prieto:


Eso que todavía no te has casado con Guadalupe. Espérate a que te hayas echado la soga al cuello muchacho, ja, ja.


Francisco:


Pero es que Guadalupe tiene razón.


Ramírez:


Si, la tiene. La culpa fue de los que pusieron a México de a pechito.


Prieto:


Por eso necesitamos su himno, don Francisco, para que se nos recuerde quiénes somos y no dejarnos de unos vivales y para que no volvamos a estar a merced de los gringos.


José María:


Continuemos, señores.


[Novena Estrofa]


Y el que al golpe de ardiente metralla
de la Patria en las aras sucumba
obtendrá en recompensa una tumba
donde brille de gloria la luz.


Y de Iguala la enseña querida
a su espada sangrienta enlazada,
de laurel inmortal coronada,
formará de su fosa la cruz.


José María:


¿Comentarios, señores?


Juan:


Ya se ha dicho bastante sobre sangre. Ahora se habla de laureles y de fosas.


Prieto:


Mejor ni le entremos. Nos vamos a volver a agarrar del chongo, o peor, nos van a volver a regañar las mujeres.


José María:


¡No las mencionen! Mejor le seguimos.


[Décima Estrofa]


Soprano:


¡Patria! ¡Patria! tus hijos te juran
exhalar en tus aras su aliento,
si el clarín con su bélico acento
los convoca a lidiar con valor.


¡Para ti las guirnaldas de oliva;
¡un recuerdo para ellos de gloria!
¡un laurel para ti de victoria;
¡un sepulcro para ellos de honor!


Carpio:


¡Bravo!


Ramírez:


No hay más que añadir. ¡Es genial!


José María:


Bien, señores, toquemos el punto álgido entonces. ¿Merecen los mexicanos este himno? Denme sus comentarios a manera de conclusiones.


Francisco:


Sugiero que nos pleguemos a lo que concluya don Ignacio.


Ramírez:


Se agradece la confianza. Bien, yo diría que este texto es una serie de demandas, exigencias, hechas a los mexicanos y a la patria misma. Los primeros deben de ser belicosos e implacables. Y la patria, aunque coronada con las guirnaldas de olivo de la paz, debe estar dispuesta a ser cruel y gastar como agua las vidas de sus hijos. Por otra parte, la grandeza de la patria no esta en el acero o en el bridón sino en su destino, de orden y progreso, y este esta escrito ya en el mismo cielo. Solo si recordamos ese destino, recordando nuestra historia, los laureles de gloria volverán la frente patria a ornar.


¿Qué si son merecedores los mexicanos de este himno? Después de todo, somos hoy una nación de esclavos, tanto esclavos por los pretorianos que nos reducen a esa condición como por el oscurantismo de la iglesia que mantiene al pueblo ignorante y pendejo. Perdónenme, se que algunos de ustedes no comulgan con esas ideas pero así es como lo veo yo. Somos esclavos de la soldadesca y de los curas. Y quien sabe si seguiremos siendo esclavos de esos mismos cabrones de aquí a cien o 200 años. Y bien sabemos que los esclavos no tienen patria: tienen amo.


Bien, los mexicanos se merecerán este himno en la medida en que sean como los describe don Francisco, inflexibles e intolerantes ante cualquier afrenta y enemigo que injuria a la patria. Solo un hombre libre puede ser de esa manera. ¿Quieren dejar de ser esclavos los mexicanos? Pues vuélvanse ansina de cabrones como los describe don Francisco, dispuestos a agarrar el acero y el bridón a la menor ofensa a la patria.


Y si, hay extraños y no tan extraños enemigos ofenden con tan solo mancillar el suelo patrio. ¿Y saben quienes son? Son los que venden, mutilan, humillan a la patria, los que la roban, le mienten, la endeudan, los que injurian y reprimen con su tiranía a sus hijos, los que se burlan y desprecian lo mexicano y a los mexicanos para favorecer al extranjero, los que la debilitan y la exponen a que venga cualquier hijo de la chingada desde el exterior a mutilarla o robarle sus tesoros.


¡Ay de los mexicanos! Los conocemos muy bien a esos hijos de puta. Quitamos uno y otro se alza, cual cabeza de hidra. Pero este texto será, creo yo, si su significado “inflama nuestra mente” como escribió don Francisco, el que nos mantendrá serenos bajo la metralla mientras les hacemos guerra, guerra, en montes y valles a esos cabrones. Y si esos desgraciados triunfan, ¡que reinen sobre las ruinas carajos!, ¡que no les aproveche su crimen!


Felicidades, don Francisco, Dios quiera que usted gane el concurso y que este texto sea estudiado, discutido, y cantado por las generaciones que vienen.


Y ahora, para terminar, nosotros los muertos convocamos al respetable a que se ponga de pie y entone este himno. ¡Viva México!


FIN

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