lunes, 7 de febrero de 2011

La lección de la calle


Jacobo Zabludovsky

Nadie sabe cómo acabará la erupción egipcia. De algo estamos seguros: nada será como era.

De la calle surgió esta rebelión contra las fortalezas del desierto árabe. Han revivido las escenas turbulentas de 1789, l848 y 1968 en París, las del asalto al Palacio de Invierno en 1917 en Rusia, las del derrumbe del muro de Berlín, las protestas obreras de fines del siglo XIX en Chicago y principios del XX en la Union Square de Nueva York. Ejemplos de manifestaciones a veces sangrientas que contribuyeron a transformar las estructuras de la sociedad. Las concentraciones callejeras masivas contra las injusticias han sido tan frecuentes y numerosas como los cambios en el marco jurídico de los pueblos donde se han producido.

Hay una relación evidente entre causa y efecto. Los más avanzados medios que el ingenio humano ha puesto al servicio de la comunicación no superan en eficacia, a pesar de su indiscutible poder de llegar simultáneamente a millones de personas, a los gritos de la calle, al discurso silencioso del hombre con la blusa por blindaje parado ante una fila de tanques, al niño que lanza la piedra, a la joven que grita frente al palacio sobre los hombros de su amigo, a la madre que exhibe la foto del hijo masacrado.

Fue en la calle donde se prendió la mecha. Para la historia: un joven graduado y sin trabajo pone un carrito para vender verduras, llega la policía, destruye su carrito, lo golpea, lo humilla. El joven no encuentra más defensa de su dignidad que suicidarse y se hace hoguera ahí, donde mataron su esperanza. Una callejuela de un poblado tunecino se convierte en la avenida donde se pasma el mundo. Las llamas que encendió no se apagaron en sus cenizas. Son las que durante estas tres semanas han alentado la exigencia de justicia y convertido en ruinas décadas o siglos de corrupción y despotismo.

La radio, la televisión, los teléfonos celulares, el internet, entre otros vehículos, mostraron a niños y jóvenes que se puede vivir de otra manera, que hay naciones donde se respetan las libertades, se ofrecen caminos a las inquietudes y anhelos de los desposeídos. Pero ese conocimiento del mundo ajeno y distante no fue suficiente para encauzar la ira hacia el cambio de las condiciones de vida. Hubo necesidad de salir a la calle y en la calle decidieron arrojar al dictador tunecino al basurero de la historia, en la calle obligaron a los sátrapas empoderados a dejar sus tronos, a huir, en la calle exigieron el castigo de cómplices, de sicarios pistoleros y verdugos. En las calles resistieron la agresión de soldados disfrazados de ovejas y recogieron sus apaleados y muertos. Hicieron de la calle su fortaleza y sus armas han sido convincentes: la razón frente a la fuerza desatada.

El proceso maduró bajo la superficie haciendo fuerte a una generación de muchachos árabes opuestos a seguir siendo usados como carne de cañón o fuerza de trabajo esclavizada. No van a permitir que unos cuantos sigan sentados en la mesa de los privilegios mientras fragua una nueva relación de fuerzas en este siglo XXI. Van a exigir, por caminos que buscan y encontrarán, un asiento para cada uno de ellos en la asamblea que marcará su propio destino. Lo aprendido y ganado en la pelea de las calles será experiencia útil en la construcción de su nueva estructura jurídica justa.

Es, hasta el momento, una rebelión liberal de la que ninguna tendencia política ha podido apoderarse. No del todo. Es deseable que se mantenga así, fiel a su origen de rebeldía contra un mapa político que no puede continuar sin poner en riesgo la estabilidad de la región y, sin paranoias, la de otros continentes. En la calle Tahrir, de El Cairo, se traza el mapa político del siglo XXI.

De todo esto se desprende una enseñanza así para las grandes potencias como para los pequeños países donde se regatean los derechos de los ciudadanos.

Las naciones poderosas deben cesar en su empeño de aliarse con tiranos en la creencia de que éstos garantizan sus intereses. Algo ha cambiado con esta intifada insólita y distinta. No se puede seguir la conducta acostumbrada, como si nada hubiera pasado. No olviden la calle.

Y para los países en desarrollo, en problemas, donde llega a su fin la paciencia de hombres y mujeres, jóvenes, maduros y viejos, la lección es traumática: están agotando su tiempo. Los gobiernos deben apresurarse a transformar sus sistemas de la manera que sus súbditos o gobernados exigen. No confíen demasiado en el apoyo absoluto de los instrumentos tradicionales del poder o en el calibre de sus fusiles. Algo ha cambiado, algo está cambiando. Deben cambiar también. Hoy.

Antes de enfrentarse a la calle.


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