Autor: Marcos Chávez
Mientras estuvieron alejados del poder, los neoliberales nunca se cansaron de acusar a los gobiernos “populistas” de que con la ampliación del gasto estatal y el déficit fiscal –empleados como instrumentos contracíclicos para impulsar el crecimiento, compensar la ineficiencia del mercado y de los empresarios y mejorar el bienestar social– sólo provocaban una mayor liquidez de la economía que, a la postre, redundaba en una inflación más alta, sin que se alcanzaran los objetivos señalados. Los “agentes económicos racionales” –su responsabilidad en la actual crisis mundial y su esquizofrénico comportamiento durante la misma evidencian qué tan razonables son– saben perfectamente que sucederá lo anterior, y antes de que ocurra, todos ajustan a la alza sus expectativas, elevan sus precios y sus exigencias salariales para compensar la mayor inflación. Los juicios de los Chicago Boys se sustentan en las tonterías de Milton Friedman: “La inflación es siempre, y en todas partes, un fenómeno monetario”; para estabilizar los precios, sólo se requiere que la cantidad de dinero aumente al mismo ritmo que el crecimiento económico y se someta al Estado a la disciplina fiscal: un menor gasto y el balance equilibrado.
Los monetaristas también se desgarraban las vestiduras ante la protección arancelaria y la regulación de los precios, sobre todo de los básicos y del sector público, que servían para proteger a los productores locales de la competencia externa desleal, atenuar la voracidad inflacionaria empresarial y facilitar el acceso de la mayoría de la población a los bienes y servicios de la canasta básica, de manera subsidiada, para redistribuir el ingreso nacional desde los sectores de altos ingresos hacia el resto de la sociedad y mejorar su bienestar. Según ellos, esas medidas afectaban las “leyes” de la oferta y la demanda y la “creatividad” empresarial, y generaban una población parasitaria, dependiente de los apoyos públicos.
Una vez en el gobierno, desde 1983 a la fecha, los neoliberales han instrumentado los brutales programas desinflacionarios y de ajuste estructural, según el catecismo monetarista. Han recortado los subsidios a las mayorías al entregárselos a los empresarios y reducido el gasto público programable. Casi alcanzan el equilibrio fiscal. Liberaron los precios y los dejaron al arbitrio –o las arbitrariedades, si se prefiere– de los empresarios y el “mercado libre”; abrieron completamente la economía para que el nivel de las cotizaciones externas se conviertan en el “techo” de los internos y fuerce a los productores a la competitividad. Castigan la demanda interna con el bajo gasto oficial, los altos réditos y la contención salarial, que han afectado el consumo y la inversión productiva, premiando la especulación financiera, la única inversión rentable, junto con las actividades de los monopolios y oligopolios.
Todo se subordinó a la meta de la inflación cero. El resultado es el estancamiento de 1983-2010, el gran rezago de la infraestructura productiva, la creciente desigualdad, pobreza y miseria, la injusticia, la delincuencia y la democracia abortada. Los empresarios no han sido nada creativos. Unos, porque especulan; otros, porque el escenario económico y las políticas públicas les son adversas.
Sin embargo, la inflación se mantiene como una bestia indomable. Peor aún, los neoliberales han convertido a la política de tarifas públicas en un obstáculo de la desinflación y en un instrumento de inequidad social. El alza sistemática de los precios de los bienes y servicios estatales afectan los costos de las empresas orientadas hacia el mercado interno, su productividad y competitividad, agravados por los voraces réditos bancarios, el castigo de los consumidores, debido a la pérdida del poder real de compra de los salarios que inhiben la demanda interna y la entrada masiva de productos foráneos abaratados artificialmente por una paridad sobrevaluada y la reducción y eliminación de los aranceles. Las dos últimas medidas son vitales para reducir la inflación. Mientras más bajo sea el precio del dólar estadunidense, menor será el importe de las importaciones. Por desgracia, el costo de la sobrevaluación y la especulación cambiaria y financiera, que ha provocado macro devaluaciones como en 1994 y 2008-2009 o la quiebra de empresas, es la incertidumbre y el estancamiento para el sector real de la economía.
Entre 2000 y noviembre de 2010, la era panista, la inflación acumula una alza de 57.4 por ciento; la canasta básica de 63.8 por ciento; los precios administrados por el gobierno, de 85.5 por ciento. Salvo en 2001 y 2009, sus aumentos siempre han sido mayores al índice general de precios al consumidor. En promedio, la electricidad acumula un aumento medio de 117.1 por ciento; el gas doméstico, de 95.2 por ciento; la gasolina Magna, de 64.7 por ciento; la Premium de 76.2 por ciento, y el diésel, 106.7 por ciento. Ello no sólo ha afectado la estructura de precios de la economía, al repercutir negativamente los costos de las empresas, cuyos efectos son trasladados a los consumidores por medio de mayores precios finales. También ha afectado con mayor perversidad a los consumidores finales, a las mayorías, al reducir su poder de compra, razón que, en parte, explica la pobreza generalizada, hecho agravado por la reducción de los subsidios, pese a que la población, con sus impuestos, paga el funcionamiento estatal. Los empresarios deducen los impuestos y los precios o los compensan al elevar sus cotizaciones. Las mayorías no, por lo que son las principales perdedoras.
Con los neoliberales, la política de precios perdió su sentido social y redistributivo del ingreso. Se convirtió en un instrumento antisocial y regresivo. Saquea los bolsillos de las mayorías y traslada su ingreso hacia el Estado y los empresarios, mientras los bienes y los servicios estatales son cada vez peores, cada vez más caros y la sociedad carece de los mecanismos institucionales y legales para defender sus intereses. Los tres poderes del gobierno actúan impunemente en contra de ella.
Para justificar su estrategia, los neoliberales no han dudado en recurrir a la mentira y el cinismo más descarados. Recién se impuso el doceavo aumento mensual consecutivo en el precio de los carburantes. En lo que va de 2010, los precios al consumidor han subido 3.9 por ciento; la gasolina Magna, 12.7 por ciento; la Premium, 5.5 por ciento, y el diésel, 11.8 por ciento. Cada uno supera en 225 por ciento, 41 por ciento y 202 por ciento la inflación general. Son verdaderos gasolinazos ante la resignación y la pasividad bovina de la población.
Ufano, Ernesto Cordero, de Hacienda, dijo que las alzas han reducido los subsidios de más de 200 mil millones pesos, en 2008 y 2009, a poco más de 64 mil millones en 2010, los cuales, según él, sólo benefician a los más ricos, el 10 por ciento de la población. Además, adelantó que los aumentos seguirán en 2011, gradualmente, para “no lastimar más las economías familiares [afectadas por] la crisis económica”. Juan José Suárez Coppel, turbio director de Petróleos Mexicanos, añadió que, pese a ello, las gasolinas locales aún son más baratas que en Estados Unidos y en Europa. El travestido diputado Enrique Mercado, antaño feroz cancerbero de los priistas Carlos Salinas y Ernesto Zedillo y ahora del panismo, dio saltos de carnero para decir, sin el menor rubor, que se beneficiará al medio ambiente y, agregó que, como Fuenteovejuna, los legisladores aprobaron los ajustes, pese a que los priistas simularon una desvergonzada indignación. Apuñalan por la espalda a la sociedad y quieren que los votantes contribuyan a su retorno a la Presidencia.
Cordero quiere engañarnos porque los ricos se seguirán beneficiando por varias razones: las gasolinas son deducibles de impuestos; se trasladan a la población por medio de los precios; provocan el alza en las tarifas del transporte público y en los costos de las empresas, que los convertirán en mayores cotizaciones; les resulta indiferente debido a su concentración de la riqueza y el ingreso nacional. Ello explica que, en promedio anual, el número de automóviles registrados aumentara en casi 1 millón entre 2000 y 2010, al pasar de 10.2 millones a 20.1 millones. En 2006, subieron 2.1 millones y luego declinaron a poco más de 800 mil al inicio de diciembre de 2010, debido a la crisis, no a los precios de las gasolinas. En cambio, los camiones de pasajeros crecieron en poco más de 11 mil anualmente, declinando desde 2003 a la fecha.
Los principales afectados serán, como siempre, los sectores medios, los pobres y los miserables.
Las ventas de autos, cada vez más grandes y más ineficientes, uno de los peores enemigos de la naturaleza, muestran el privilegio del transporte particular sobre el público. En 2000, las venta media de gasolinas creció 3.9 por ciento (531 mil barriles diarios, MBD); en 2006, 7 por ciento (718 MBD); en 2009 y 2010 decrecieron 6.8 por ciento y 8.5 por ciento. Pero eso se debe a la crisis. Aún así, se vendieron 792 MBD y 795 MBD. En 2000 se importaron 91 MBD de gasolinas, y en 2010, 354 MBD, la cifra histórica más alta. ¿Dónde está el “beneficio ambiental”?
Suárez Coppel no se queda atrás en los embustes. El precio de la Premium local ya superó a su equivalente de Estados Unidos: 10.10 pesos por litro contra 10.04. En Estados Unidos, las tarifas de las gasolinas fluctúan con la oferta y la demanda y los precios del crudo. El galón (3.8 litros) de gasolina regular, similar a la Magna, bajó 56 por ciento entre junio de 2008 y enero de 2009; la Premium, en 55 por ciento entre mayo y diciembre de 2008. Para diciembre de 2010, ambas se cotizaban alrededor de 30 por ciento menos que a mediados de 2008. En México, la administración eliminó el “mercado libre”. Sólo se ajustan hacia arriba. La comparación con Europa es tramposa, ya que importan el crudo y las gasolinas que se consumen.
A Suárez Coppel y los panistas les gustan los precios del “primer mundo”; pero no los de los salarios. Prefieren que México sea de los países subdesarrollados; los de las mayorías. Porque los “ahorros y los aumentos de precios no se destinan básicamente hacia la infraestructura y el desarrollo, sino hacia el gasto corriente, hacia los salarios y las prestaciones más altas de las parasitarias burocracias Ejecutiva, Legislativa y Judicial, que viven como jeques en una nación que sólo es prolífica en la generación de pobres, miserables y delincuentes.
Los precios de las gasolinas importadas incluyen los costos de transportación, seguros, etcétera. Pero cabe preguntar ¿dónde está la refinería que se construiría en Tula, Hidalgo, supuestamente para asegurar la autosuficiencia en ese energético? Pero aunque se construyera y se ajustara la oferta y la demanda, sólo un ingenuo creerá que se estabilizarían los precios. La estrategia neoliberal es clara: masacrar a la población con tarifas onerosas.
Además, como han denunciado los reporteros de Contralínea, detrás de las importaciones de los hidrocarburos y la industria petrolera se esconde un fenómeno que, como cáncer, devora el gobierno y el país: la corrupción con los recursos públicos y las riquezas de la nación.
*Economista
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