Es obvio que el gobierno de la República no tuvo el mismo interés en celebrar los 100 años del comienzo de la Revolución, que los 200 del inicio de la Independencia. La razón más evidente de esa diferencia de entusiasmos se la escuché decir a Héctor de Mauleón hace unos días: los festejos de la Independencia podían ser presentados como cosa propia del gobierno federal, mientras que la celebración revolucionaria le pertenece al PRI. Y así, no tenía sentido organizar una conmemoración fastuosa para aplaudir el ideario de la oposición, ni mucho menos emprender debates y recuerdos que sólo hubieran beneficiado la memoria del partido que quiere volver a gobernar a México.
De modo que el próximo 20 de noviembre, serán muy pocos los que celebren el principio del movimiento social más importante que ha tenido México y, a cambio, tendremos un despliegue militar que nos recordará mucho más la guerra en la que estamos, que las muchas causas que se cruzaron en la Revolución que inició en 1910.
Causas que nunca se cumplieron a cabalidad, a pesar de que el régimen anterior cabalgó sobre ellas durante varias décadas. Y cuya situación concreta, cien años más tarde, produce más motivos de tristeza que de orgullo: la pobreza y desigualdad siguen siendo los problemas más lamentables del país; la mayor parte de los campesinos sigue viviendo al margen de las oportunidades —aunque así se llame el programa oficial del régimen—, mientras que los indígenas siguen situados al extremo de la marginación y la discriminación sociales. Las causas del trabajo han quedado capturadas entre los intereses sindicales y la voracidad de los mercados, mientras que nuestros derechos sociales a la educación y la salud —hoy reconocidos y extendidos— no cumplen con la calidad y la oportunidad indispensables para producir una verdadera movilidad social. Y además, seguimos siendo una sociedad clasista, racista y discriminadora.
La mejor noticia estaría, acaso, en la democracia cuya búsqueda dio origen al movimiento revolucionario de Madero, aunque esa nota de alegría se nos escurre cada día entre los abusos de las burocracias partidarias y la incapacidad de las instituciones para resolver los problemas principales del país. Y para colmo —como si fuera un sino— llegamos al festejo centenario en medio de una nueva guerra entre los mexicanos, agravada por el hecho de que ésta no tiene más causa ni propósito que el dinero y el poder edificados al margen de la ley. Una mala lista, pues, que oscurece los motivos que tendríamos para celebrar cien años de Revolución.
Con todo, el 20 de noviembre podría ser buen pretexto para dar inicio a otras revoluciones, menos dramáticas pero no menos importantes. Ya hay un grupo de activistas sociales que ha propuesto, por ejemplo, iniciar una nueva revolución educativa. Un movimiento social pacífico comprometido con los cambios que le están urgiendo al sistema de educación pública para salir de la mediocridad, iniciando por su liberación de los controles sindicales que lo ahogan. Hay otra revolución, más proclive a la información pública y la rendición de cuentas, que se está tomando en serio el seguimiento de los asuntos públicos y la vigilancia del dinero que nos pertenece.
Hay otras más a favor de los derechos ambientales, de los derechos de las minorías, de los derechos colectivos y de la no discriminación. Es decir, de la agenda alternativa a los intereses más superficiales de los poderosos, que ha ido avanzando paulatinamente con reivindicaciones muy concretas y en lugares específicos, como la Ciudad de México. Y esas revoluciones están acompañadas de otra, más visible por naturaleza propia, que es la revolución de los medios y de los nuevos contenidos de la comunicación política. Y no me refiero sólo a las redes sociales electrónicas, sino a la nueva competencia mediática que promete dar al traste con los enfoques enlatados, los debates arreglados y las opiniones prefabricadas.
Todas esas son formas revolucionarias, porque quieren romper con el estatus quo y defender razones y derechos que harían mucho mejor nuestra vida en común. Revoluciones para recuperar el sentido de lo público, que nos ha sido sistemáticamente arrebatado y corrompido. Pero que tienen vías muy distintas de expresión para avanzar en sus propósitos y que, casi siempre, carecen de caudillos y de ambiciones personales de poder. Son anticlimáticas y posmodernas. Revoluciones acotadas, focalizadas, localizadas, dispersas y puntuales. Nada que pueda ser presentado como una alternativa para los festejos de la revolución de 1910. Pero que están ahí, incubándose y creciendo poco a poco, mientras nuestra clase política tropieza y se disputa hasta las fechas, pensando en las siguientes elecciones.
Profesor investigador del CIDE |
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