Roberto Blancarte | |
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31 agosto 2010 blancart@colmex.mx | |
Uno podría suponer ingenuamente que el clero católico se opone tajantemente a cualquier forma de violencia y que eso define o debería definir su comportamiento frente al crimen organizado y en especial las bandas o cárteles de narcotraficantes. Uno esperaría que la condena a las mismas fuese total, tajante y contundente, sin ambigüedades. Pero lo cierto es que la realidad es mucho más compleja: no sólo la condena no es unánime, firme y concertada entre todos los obispos, sino que a veces da la impresión que la violencia generada por el narcotráfico y otros crímenes les parece menos grave que otras cosas. Uno no ve, por ejemplo, a los obispos o a los sacerdotes, excomulgar (es decir, sacar de la Iglesia) a los narcotraficantes, o amenazar con hacerlo. Uno no ve a obispos y sacerdotes atacar con la misma enjundia y virulencia a los numerosos criminales que viven en los barrios (y que mucha gente sabe quienes son) o incluso en abstracto a los jefes de los diversos cárteles, que como lo hace con aquellos líderes políticos o funcionarios públicos que se atreven a promover políticas sociales contrarias a su doctrina. Uno no sabe, por lo mismo, en muchas ocasiones, de qué lado está la Iglesia en el combate al crimen organizado y a la violencia que surge del narcotráfico. El mapa es muy complejo. Ciertamente, hay sectores del clero católico, como el de muchas otras iglesias, que sufren cotidianamente la escalada de violencia que vivimos. Pero hay muchos otros ministros de culto que, de la misma manera que lo hace una parte de la sociedad mexicana, contemporiza, negocia, trata y se aprovecha para beneficio propio o de su institución, de la relación con grupos o notorias personas del crimen organizado. Es del dominio público, por ejemplo, que muchos sacerdotes saben quienes son los narcotraficantes y no sólo no los denuncian, sino que terminan aceptando su dinero o, peor aún, oficiándoles misas y celebrando bautizos, matrimonios y otros sacramentos. ¿Dónde está la congruencia de aquellos que dicen estar a favor de la vida y al mismo tiempo aceptan el dinero proveniente del crimen? ¿Por qué no enfrentan a estos criminales y les niegan los sacramentos? ¿Por qué no los expulsan de la Iglesia o por lo menos los confrontan? Ciertamente, algunos lo hacen y terminan asesinados, como el sacerdote que describe el escritor Roberto Saviano en su libro Gomorra, o como muchos sacerdotes mexicanos, que en las montañas de Guerrero o de Chihuahua viven amenazados por el crimen organizado. Su situación no es sencilla, pues no es fácil oponerse a los criminales o incluso tratar con ellos. Pero en la Iglesia católica ha habido más que prudencia con los narcotraficantes; ha habido pasividad, permisividad e incluso connivencia. La celebración de un bautizo, de una primera comunión o de un matrimonio puede llevarse a cabo porque es imposible negarse, pero también porque hay un margen de complicidad. ¿Dónde están esos valores, de los cuales tanto hablan, cuando hay que enfrentarse al mal? ¿Dónde está la valentía para decir la verdad, cobijados con la autoridad moral que les da su ministerio, a la hora del freno a las actividades de los criminales? ¿Por qué no usan esa autoridad, si es que la tienen, para aislar socialmente a los miembros de las mafias? ¿De qué lado están, finalmente, en esta guerra? No es extraño que los obispos mexicanos no se puedan poner de acuerdo para una excomunión general de los narcotraficantes o para la elaboración de una carta pastoral que vaya un poco más allá de llamados al arrepentimiento. Tampoco sorprende la posición de muchos de ellos respecto a la inutilidad de una posible excomunión a quienes probablemente tendrán oídos sordos a esos llamados. Lo que llama la atención es tanta prudencia cuando se trata del crimen organizado y tanta intransigencia doctrinal cuando se trata de condenar a las mujeres que interrumpen su embarazo o a las parejas homosexuales que quieren casarse o su cerrazón a los divorciados, al grado de negarles el sacramento de la comunión, por dar algunos ejemplos. Cuando el vocero de la Arquidiócesis dice que dañan más a la sociedad las leyes aprobadas por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal que el narcotráfico, o compara las cifras de ejecuciones con las de las interrupciones voluntarias de embarazos no deseados, el sacerdote no sólo está jugando con las palabras; está sosteniendo una postura en materia de valores y principios prioritarios para un sector de la jerarquía (porque debemos asumir que mientras el vocero no sea relevado de su cargo, está expresando las posiciones de su jefe, el cardenal arzobispo primado de México), donde queda claro que hay de males a males y para ellos el peor no es el narcotráfico. Lo cual permitiría entender la ambigüedad, tolerancia y hasta connivencia que en muchos casos algunos miembros de la jerarquía y del clero han mostrado hacia el crimen organizado. Así que en el fondo lo que hace falta es averiguar de qué lado está la Iglesia católica en esta guerra contra el crimen; si va a seguir condenando a minorías civiles respetuosas de la ley, o si finalmente se va a aliar con la sociedad y el Estado en la lucha contra las redes de criminales de este país. blancart@colmex.mx |
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martes, 31 de agosto de 2010
La Iglesia católica y el crimen organizado
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1 comentario:
Querido Rodolfo, si tu percepcion es que se es intransigente antes los matrimonios homosexuales o el aborto, es la doctrina no esta sujeta a la democracia ni al criterio de quienes no estan de acuerdo con ella... obedece algo mas espiritual divino y tambien humano... pero cuando no esta a tu favor o señala o denuncia algo visto mal... se le tacha de ingrasigente
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