viernes, 13 de noviembre de 2009

Iglesia Católica y aborto

Gregorio Ortega Molina

November 13, 2009

— 12:00 am

Lo Iglesia Católica tiene muchos problemas, pero dos enormes y en apariencia irresolubles: no es universal ni monolítica. La universalidad es una aspiración ficticia desde que el cristianismo se transmutó en catolicismo y Constantino lo entronizó como religión de Estado. Todo prelado maneja a su grey a su real saber y entender, y acomoda los preceptos de la fe a las exigencias del ámbito político y económico en que se mueve; también se adapta al estado de ánimo de los feligreses de nuevo ingreso, para evitar que el rescoldo del rito olvidado y sustituido por un credo verdadero, todo lo permee y aparezca con irrefrenable fuerza el sincretismo. Sólo hay que visitar Chiapas para comprenderlo.

La unidad del catolicismo como fe y como respuesta unívoca a los desafíos del mundo y de la carne —sobre todo de la carne, si lo sabrán las madres de hijos de sacerdotes, las víctimas de la pederastia y de la sodomía— es utopía porque también el dogma se aclimata en la tierra donde echa raíces, y la infalibilidad es un atributo papal, del que no son favorecidos cardenales ni obispos. Por lo regular los prelados sucumben a la soberbia en su afán por hacerse con una verdad que no es de ellos, que es gracia divina y sólo se obtiene como una merced de la humildad, nunca como una aspiración de sabiduría.

Lo anterior viene a cuento por la manera en que se conducen los prelados de los diversos países en los que se discute la legalización o penalización del aborto. Los cultos jerarcas católicos no acaban de aprender que la emisión de una norma legal que ampare la decisión de la mujer a abortar, es para que esa mujer que ha de decidir el futuro de su proyecto de hijo y el de ella misma, cuente con una ley que le permita conservar la salud física, pues en cuanto a la lesión racional o espiritual, únicamente podrá ser resuelta en la misma soledad en la que los gobernantes deciden o niegan un indulto sobre la pena de muerte, o en esa soledad terrible en la que los inquisidores determinaron quién sí y quién no merecía ser torturado y muerto por faltas ciertas o inventadas.

Por lo pronto me queda la certeza de que los prelados están confundidos. Leí en El País que el jesuita Juan Antonio Martínez Camino, secretario general de la Conferencia Episcopal Española y obispo auxiliar del cardenal Antonio María Rouco, avanzó un paso más en la presión sobre los parlamentarios católicos que piensan respaldar la ampliación de la ley del aborto: “Quien apoye, vote o promueva esa ley está en pecado mortal público y no puede ser admitido a la sagrada comunión… Quitar la vida a un ser humano es contradictorio con la fe católica. Quien contribuya a ello está en la herejía y, por tanto, excomulgado”. ¡Vaya con la amenaza para el creyente!

Dicen los que saben que “la herejía nace de una divergencia entre escuelas sobre el significado de la verdad (formulada por el dogma). Se desarrolla a la vez en el plano intelectual, por la oposición irreductible de las tesis, y en el plano comunitario, por la imposibilidad práctica de vivir en hermandad con los pertenecientes a la otra escuela. A partir del edicto de Constantino I el Grande en el año 313, y más particularmente a partir del concilio de Nicomedia en el año 317, erigido en tribunal destinado a imponer a Arrio una primera confesión de fe bajo pena de excomunión, el dogma se define como norma de la «fe verdadera» en reacción a las desviaciones heréticas”; es decir, que en la interpretación del obispo auxiliar Juan Antonio Martínez Camino, el libre albedrío es un mero accidente intelectual, y quienes orillados por hechos exclusivamente humanos se acojan a la ley para abortar con seguridad están en falta, lo mismo que los legisladores que decidan proteger a sus electores, a la sociedad en la que viven y se mueven.

De este lado del Atlántico los prelados permanecen espichaditos, tejiendo la urdimbre por medio de las legislaturas locales, agobiando la conciencia de esos políticos que alegremente pecan, pero alivian sus faltas a la fe haciendo lo que la Iglesia les pide.

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